Retratos de una obsesión fue uno de los films más denostados, aunque posteriormente reivindicados y casi convertidos en obra de culto, de Robin Williams. Una obra donde asistíamos al tradicional acoso a través del desarrollo psicopático de la búsqueda de la familia perfecta mediante el revelado fotográfico. Curiosamente Ingrid Goes West no está tan lejos de este esquema (aunque, paradójicamente, es comparada por uno de los personajes del film con Mujer blanca soltera busca…) aunque adaptada a los nuevos tiempos.
Las nuevas tecnologías y la soledad, las dependencias y/o adicciones que generan, el deseo por ser público y al mismo tiempo ser otro. Todos temas que se muestran bajo la apariencia de soft psycho-thriller donde asistimos a la historia de un acoso que se muestra crudo y patético, no tanto por la tensión generada (que la hay) sino por unos personajes a los que contemplamos lejanos, distantes, pero que actúan de alguna manera como reflejo de actitudes que podemos mimetizar en nuestro día a día.
Precisamente estos espejos son lo que resulta más aterrador puesto que nada da más miedo que el reflejo que nos devuelve la realidad no sea lo esperado tras retocarlo con los filtros de Instagram. Cierto es que, de buenas a primeras, se pone de manifiesto que Ingrid es una persona desequilibrada, buscando primero amistad por mimetismo para luego desaparecer y confundirse con el objeto de su acoso. Sin embargo no estamos ante el clásico escenario donde el acosado es víctima inocente sino que, al igual que la película ejerce con nosotros, se va descubriendo también una mentalidad no tan distante a la de la protagonista.
Ingrid Goes West pone de manifiesto un mundo, una sociedad, una manera de relacionarse, basado en mentiras, poses, ‹hype› y tendencias cambiantes a cada segundo en una incesante búsqueda de una perfección no tan personal sino aparente a los ojos de aquellos que nos observen. Un mundo sin apenas intimidad, donde se expone y se publica cada momento de la vida privada pero que, de forma hipócrita, se intenta salvaguardar en forma de exclusividad.
Al igual que El himno nacional o Caída en picado, ambos episodios de Black Mirror, se pone en tela de juicio la constante exposición, no olvidemos que voluntaria, a la que nos sometemos en la redes sociales y como estas, a través de opiniones ajenas, modelan nuestras formas de comportamiento, siempre aspirando a subir un peldaño de un escalafón social virtual, sin importar lo perturbada, triste o vacía que resulte la existencia en el plano real.
Quizás en este sentido el film de Matt Spicer dibuje de forma demasiado clara las diferencias entre sus antagonistas, desdibujando matices y alejándonos así de una crítica más punzante que solo en su desenlace parece conseguir su objetivo de desdibujar las líneas entre la insania absoluta o la mera dependencia de la exposición ajena. Aun así Ingrid Goes West sabe combinar el thriller con la capacidad de ofrecer una panorámica ácida y pesimista sobre la (in)comunicación y las relaciones en el mundo de hoy en día. Lástima que adolezca quizás de un punto más de mala baba en el retrato o de profundizar en los aspectos más tensionantes del género.