Hasret vive una gran mentira a sabiendas. Sin aceptarla, lidiando con ella día a día sin otra sentencia que la resignación. Una mentira con la que convive, que la implica y que rehúsa como corresponda a su estado de ánimo, la mentira de los medios de comunicación. Hasret no cree en lo político —su respuesta ante los mítines que vive en la sala de edición son la rabia e ironía—, ni mucho menos en los ‹media› —por más que le toque tomar partido a regañadientes—, pero no deja de ser la otra cara de la moneda, la otra cara de una realidad cuyo salón —casi siempre vacío— llenan informativos y reportajes suspicaces de alterar la verdad.
El contraste encontrado por Ceylan Özgün Özçelik en esa primera secuencia donde los ‹mass media› ya salen a escena de forma abrupta —el modo en como entran en nuestro día a día, los seguimos e incluso intermediamos de una forma u otra— en una conversación entre Hasret y varios amigos suyos, y el desarrollo posterior en el carácter y comportamiento de nuestra protagonista, es uno de tantos indicios acerca de esa alienación que no deja de darse cita a través de un momento político-social complejo que nos aleja de un componente cada vez más ficticio llamado sociedad.
Como ya sucedía en la también turca Frenzy (Abluka), Inflame pone sus miras sobre esa alienación para continuar describiendo las consecuencias de una coyuntura que ha devenido en una irrespirable coexistencia. El cine otomano indaga pues, en los efectos de la toma de decisión de un Estado —la organización física— a través de otro estado —el mental, ese que nos deriva hacia el terreno psicológico—, y lo hace aludiendo a los elementos represores encargados de coaccionar unas libertades cada vez más en duda debido, entre otras cosas, al uso y abuso de una patraña transformada en realidad por el bien de una sociedad adormecida.
Özçelik encierra para su cometido a Hasret, su joven protagonista, entre las cuatro paredes de su casa, no tanto como coartada para suscitar una situación asfixiante, sino como causa de un desacuerdo permanente para con unas autoridades que sólo aumentan las suspicacias de Hasret. En ese espacio, entre la sempiterna luminiscencia del televisor y una oscuridad hallada como ente de la paranoia provocada por la constante sospecha, Hasret se encuentra constantemente con escenas cotidianas que evocan un pasado y no hacen sino acrecentar ese estado de pura abstracción. Las cada vez más contadas apariciones —a menudo que avanza el relato— de la muchacha en el exterior —bien en su puesto de trabajo, o en lugares aislados en los que se reencuentra con algún amigo, cuando no la visitan directamente—, refuerzan la consecución de esa paranoia, alimentada por todos los estímulos recibidos fuera de su hogar.
Inflame sigue así esa línea (consecuente) donde el componente opresivo —por superficial que pueda parecer— deviene en un infierno propio donde el aislamiento se antoja otro modo de supervivencia y confrontación de la realidad. Özçelik busca entre ese tono lóbrego y una atmósfera irrespirable el lugar para situar otra parábola donde el individuo no es más que otro de tantos ejes corrompidos por las necesidades de un organismo cuyo principal cometido es continuar salvaguardándose y sosteniendo una ficción que permita obrar con cierta libertad. Una libertad que empieza donde termina la de los demás, y que en el caso de Hasret la llevará a acometer un encierro empujado no únicamente por factores personales —esas escenas familiares a las que asiste asiduamente—, también mediante una distorsión que no es sino consecuencia de una visión sesgada y en ocasiones hasta manipulada de la que huir a través de una senda cuya salida no depende sino del azar.
Larga vida a la nueva carne.