El tema de la dictadura argentina y los desaparecidos, desde que Luis Puenzo (precisamente el productor de Infancia clandestina) dirigiese La historia oficial, ha sido objeto de estudio hasta la saciedad en el cine argentino, sin llegar a las exasperantes cotas del cine español con la guerra civil. Sin embargo, la cinta que nos ocupa, una coproducción entre Argentina, España y Brasil, posee algunas particularidades que le hacen tener una personalidad propia. Una propuesta que atraerá especialmente a los argentinos, pero el asunto de la clandestinidad en un estado opresor, al ser una temática tristemente tan universal, también lo hará en cualquier latitud del planeta donde se proyecte.
Tras el cartel de rigor con la inscripción «Basado en hechos reales», el film arranca con un prólogo situado en 1975, donde se nos muestra el intento de asesinato por parte del brazo armado del estado dictatorial contra un matrimonio de militantes montoneros, y la película nos sitúa en 1979. Estamos en una época dominada por las dictaduras, la represión y el terrorismo de estado en gran parte de América Latina, en plena euforia nacional tras el triunfo reciente de la selección argentina de futbol en el Mundial. Los protagonistas vuelven de un exilio en Brasil y Cuba formando parte de la Operación Contraofensiva, como líderes de un grupo de la resistencia de los Montoneros (no confundir con los enemigos del leproso de Viridiana), con la intención de reponer en el gobierno al presidente Perón. Este ‹hara-kiri› del grupo guerrillero fue auspiciado porque la organización creía que el pueblo argentino apoyaba fervientemente a su causa, y terminó con el exterminio absoluto de sus miembros a manos de la dictadura militar.
La película está narrada desde la perspectiva de un niño llamado Juan, que vive clandestinamente, y se ve obligado a utilizar un alias, igual que sus padres y su tío Beto, con el que el joven mantiene una estupenda relación y complicidad, y que le guiará y animará en sus primeros pasos amorosos. En el barrio y en la escuela lo conocerán como Ernesto, pero en su casa seguirá usando su verdadero nombre. Esos dos mundos entrarán en conflicto hasta tal punto que el niño no podrá soportarlo más y querrá comenzar su propia clandestinidad junto a su primer amor. Infancia clandestina mezcla situaciones provocadas por los sentimientos que emergen en un niño de esa edad con otras que revelan el peligro palpable que está presente en las reuniones entre los miembros de la organización guerrillera, y lo hace siempre desde el punto de vista del chico y de su enfoque subjetivo de las cosas.
Infancia clandestina es un relato de militancias y una bella historia sobre los primeros amores en un contexto histórico sangriento, que provoca que todas las emociones tengan mucho más valor, con una mirada sincera y honesta, que procura no caer en tópicos; su evidente carga ideológica (el propio director argentino vivió una infancia similar a la del protagonista, con su madre secuestrada y desaparecida) no resulta excesivamente maniquea ni sensacionalista. La película intenta no mostrar un enfoque político sino un retrato de la cotidianidad de quienes se ocultaban con sus familias por perseguir sus ideales, y se distancia del romanticismo tan característico con el que se percibe hoy en día el movimiento guerrillero de la década de los setenta. La vida y la muerte, la alegría y la tristeza, el arrojo y el temor conviven constantemente en la narración, moviéndose casi siempre con valentía y credibilidad, con una crudeza realista no exenta de delicadeza. Probablemente le falte profundizar en la cuestión más interesante que se plantea, la historia de un chaval al que le toca vivir una vida en el secretismo más absoluto debido a la peligrosa actividad de su familia que interfiere en sus necesidades de un modo caprichoso por culpa de su militancia política.
El film de Ávila tiene unos incuestionables puntos de conexión con Un lugar en ninguna parte de Sidney Lumet, donde se nos exponía la persistente huida de una pareja de antiguos subversivos, reconvertidos en dignos padres de familia. También nos remite ligeramente a la reciente Moonrise Kingdom de Wes Anderson, especialmente en la parte del campamento infantil. Igualmente, recuerda en algunos pasajes a La vida es bella de Roberto Begnini, con la que comparte el tratamiento de la ocultación de la crueldad.
En el plano actoral, las actuaciones son muy convincentes, destacando por encima de todos la naturalidad del niño debutante en el rol del protagonista, y Ernesto Alterio como su tío, en uno de sus mejores trabajos, donde consigue distanciarse de la mayoría de sus papeles clónicos en la gran cantidad de comedias españolas «tontorronas» en las que ha participado.
Benjamín Ávila se hace valer de la cámara en mano, con unos movimientos muy sutiles de ésta y una excelente puesta en escena, utilizando una gran variedad de recursos narrativos para contarnos una historia tan emotiva como dramática. La excelente fotografía, sombría y opaca en los momentos más intensos se torna colorida y cuando la narración entra en terrenos más románticos y ofrece imágenes de indudable atractivo. El director argentino incide en el uso constante de los planos detalle, y también recurre puntualmente al onirismo para mostrar las inquietudes del joven protagonista. Ávila usa procedimientos pocas veces utilizados en este tipo de cine, como la utilización del comic para las secuencias de extrema violencia; el director se propone desdramatizar los momentos de mayor violencia física y psicológica con la sustitución de la trágica realidad por la más estilizada del cómic. El mayor problema de este recurso es que provoca cierto alejamiento de lo que se muestra con la realidad, menguando lo doloroso de esos instantes puntuales y convirtiéndolo en algo más ‹cool›, aunque ayuda a enfatizar la visión de un niño que podría usar esta iconografía infantil como resguardo ante tanto sufrimiento.