Una serie de testimonios en lo que se persona como extensión documental del relato armado por Toni Comas en su primer largometraje, sirven como nexo de unión entre ese terreno y el de la realidad construida a partir de lo ficticio y embebida por aquellos códigos que la establecen como tal. No es que en esa decisión haya una voluntad de disponer una mixtura a través de la que construir las bases de lo que será Indiana; más bien la visión que aporta un género tan diáfano como puede llegar a ser el documental —no hablo, evidentemente, de la propia mirada de cada cineasta que lo emplea como herramienta, sino acerca de esos testigos que construyen, en ocasiones, parte de la representación en la que se apoya el género para armar su relato—.
Toni Comas sostiene Indiana en ese aspecto como reflejo de una realidad inaudita; pero no lo hace porque su film aborde el terreno sobrenatural como eje sobre el que hacer progresar la trama, sino más bien porque ese componente paranormal al que se acogen sus protagonistas —Michael, un tipo solitario enfundado en un chándal, y Josh, un padre de vestimenta heavy metal, ambos conocidos como los Spirit Doctors— obtiene un reflejo que poca o ninguna relación posee con aquello que normalmente confrontamos ante un ejercicio de estas características. Es a través del vínculo trazado por Michael y Josh con ese núcleo paranormal, donde Comas erige un film rupturista para con el género; una cinta que juega con los códigos habituales del mismo y los subvierte, a la par que induce un marco dramático donde el contexto fijado —aquel que alude al sobrenatural— no es abordado como una consecuencia, sino más bien como una causa; o, dicho de otro modo, Indiana no afronta aquello que derivaría del marco presentado por Comas, donde presuntamente los personajes que acuden a los protagonistas intentan hacer frente a unos fantasmas que no son sino internos, sino que acomete más bien los motivos por los que, en apariencia, se personan esos espectros que parecen buscar combatir Michael y Josh.
Es ese espacio de la América profunda, rodeado por granjas, caserones enormes y (en ocasiones) abandonados, y pueblos menudos, el idóneo para tratar un relato en el cual esa relación fantasmagórica deviene en duelo, y ese duelo termina consumándose en rituales que tienen mucho más de emocional y humano que de estridente. Comas aprovecha a la perfección esos lugares que no son sino el ambiente ideal para encontrarse con los espíritus propios, y sostiene en los elementos más triviales del cine de terror un escenario perfecto para que sus personajes establezcan un nexo mediante el cual, más que exhortar fantasmas, se haga lo mismo con los males que aqueja cada uno en su interior.
La búsqueda propulsada por Indiana, se apoya en una mesura y austeridad que alimentan incluso sus protagonistas, ávidos cazadores de espectros cuyo método es, sin embargo, el más primario: la espera y la paciencia como herramientas centrales para entablar un contexto de trabajo donde el principal sustento es la ilusión, esa emoción desprendida de estar ante lo desconocido. Todo aquello que compone tanto su propio universo —de la particular vestimenta, a las singulares formas, donde incluso el hijo de Josh interviene con sendos regalos para contribuir en esa exploración—, como en el que se adentran, se sostiene en la adquisición de un tono que más bien tiende a una distensión necesaria, pues si bien el marco fijado es cercano al drama que viven los personajes a quienes van visitando los Spirit Doctors, hay una mirada respetuosa, incluso en cierto modo de admiración, hacia un mundo comprendido en torno a estímulos de lo más elementales.
Aquello que podría devenir, pues, en una suerte de caricatura debido a la imagen que revelan de sí mismos ambos protagonistas, pronto se transforma en algo más que una superficie a través de la cual comprender su empresa. Así, estampas como aquellas donde vemos a Michael y Josh intentando practicar su particular “exorcismo” en caserones que parecen estar en mitad de la nada, pronto deviene en un rito que comprende esas situaciones desde una perspectiva anímica donde la presencia de ambos se antoja necesaria como forma de equilibrar ese entorno al que nos dirige el cineasta.
La frase sostenida por Michael en un determinado momento del film («Si es suficientemente cierto para él, es que es cierto»), se manifiesta de este modo como reacción natural ante un relato que incluso adquiere un sentido inesperado a nivel narrativo, logrando que confluyan dos crónicas sin aparente sentido —la de los Spirit Doctors, y la de ese padre que busca una especie de redención para su hija— y volcándolas en una conclusión especialmente lúcida donde los fantasmas cobran vida propia —como ese de la mujer de Michael, cuyo contexto desconocemos, pero que le persigue cada vez que llega a su hogar, e induce un bucle consecuente para con la realidad del protagonista—, pero no como entidades dispuestas a perturbar nuestro día a día, sino como representaciones mismas de unos temores y males que deben encontrar una respuesta adecuada, e Indiana les otorga con un brillo desentrañado en un film tan auténtico como personal.
Larga vida a la nueva carne.