Índia (Telmo Churro)

No resulta difícil atisbar la huella del pasado en un film como Índia, debut de Telmo Churro tras las cámaras después de haber ejercido como montador de algunos de los films clave en la obra de Miguel Gomes tales como TabúAquel querido mes de agosto; y es que alejándonos del oficio que desempeña el protagonista del film, Tiago, un excéntrico —tal como él mismo define a alguno de los generales que incluye en sus recorridos— guía turístico, no son pocas las señales que nos llevan a un tiempo pretérito que sobrevuela el film y pasa a formar parte de ese recorrido que realizará el propio Tiago junto a su padre, Raúl, y a una turista brasileña, Karen, que se hospedará en su casa, pues tanto en ese hogar, donde encontramos signos de un tiempo pasado que abarca tanto aquello que parece obsesionar al protagonista como lo que complementa su historia, como en el relato que va asomando en la particular expedición de Tiago, se pueden advertir muestras inequívocas de que si algo rodea y marca su existencia son todas esas marcas del ayer que se contemplan en el más mínimo detalle, y desencadenan por otro lado la ira del protagonista en esos momentos donde la nocturnidad marca un descanso que sin embargo no hace sino evidenciar el peso que porta encima nuestro cicerone.

Índia se convierte así en un viaje marcado por el dolor y el trauma, tanto el de Tiago, cuya mujer, a la que revisita en secuencias marcadas por un onirismo patente, le abandonó, como el de Karen, que descubrirá asimismo, en los últimos compases de la obra, aquello que ha subyugado su vida durante los últimos meses. El cineasta luso lo afronta con una diversidad de tonalidades que nos llevan desde un estilo las veces sumamente literario —revelado en su mayor parte desde esas voces en ‹off› que recorren la crónica de principio a fin, ya sea en las disquisiciones del protagonista o en las postales enviadas por esa mujer, que sirven de eje narrativo a la par que la revisten de una palpable función expresiva— a esas descripciones un tanto surreales representadas por Tiago, reforzando un testimonio que se antoja prácticamente indivisible del núcleo del relato. También destaca en ese aspecto una comicidad que va tiñendo la obra, y que orbita tanto en una autoconsciencia que tiende a la ironía como en un carácter más metafórico que no termina de funcionar como debiera por unas representaciones que se estiman obvias en demasía, telegrafiadas.

Telmo Churro engarza un ejercicio que encuentra en la textura de las imágenes suscitadas por Mário Castanheira —habitual director de fotografía de cineastas como el citado Miguel Gomes, además de João Canijo o João Nicolau— un estímulo lo suficientemente vigoroso como para que Índia no pierda, al menos, parte de la fuerza que atesora su ideario. Pero ello no llega a equilibrar la concepción de determinados pasajes, que devienen en última instancia extenuantes, hasta en cierto sentido irritantes, llevando el debut del portugués a un terreno baldío que ni siquiera sustrae la fuerza necesaria de sus estampas como para crecer en otras direcciones. De hecho, si las veces se afirma que el arte es universal en un sentido antropológico, se podría decir sin temor a equivocarnos que Churro sostiene un ideal a través de este que, de tan insondable y críptico, termina expulsando al espectador en más de una ocasión. Un hecho que, sin duda, minimiza las virtudes del film que nos ocupa, pero que no es pretexto para desdeñarlas en tanto la obra del debutante es capaz de llevar al espectador a una reflexión que no sólo no resulta baldía, sino además se extiende a los confines de la misma con la misma audacia que su creador.

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