Por extraño que parezca, Quentin Dupieux es un autor que se emparenta con otros como Hong Sang-soo o Eric Rohmer. No se trata tanto de aquello tan trillado de que todas sus películas son iguales, nada más lejos de la realidad. Pero sí comparten la idea de que sus films juegan siempre al mismo juego. Es decir, la generación de expectativas se gestiona de forma correcta. Uno sabe lo que va a ver y normalmente se cumple; dejando de lado, eso sí, que el film funcione mejor o peor.
Incroyable mais vrai entra definitivamente en lo mencionado, Dupieux en estado puro. Eso sí, su depuración estilística sigue en proceso evolutivo. Estamos ya lejos del cineasta abrupto de sus primeras películas, donde las derivas de lo absurdo se articulaban a través de la sorpresa, del gag inesperado. Lo que sí continua es la voluntad de partir de una premisa realista, de realidades cotidianas que se distorsionan a través de los ojos del cineasta. Situaciones a menudo grotescas pero siempre con un punto de amabilidad, de simpatía, de empatía por sus personajes.
No obstante este es un film que plantea cuestiones algo diferentes, no tanto en el tono como en el subtexto. Y es que a pesar de las habituales situaciones chocantes se desarrolla un arco dramático muy reconocible y con un subtexto con un punto de amargura nada habitual. Efectivamente, estamos ante un film que se articula a través de la fantasía temporal, de cómo nos afecta el paso del tiempo, de cómo querríamos acelerar eventos, tan en consonancia con estos tiempos de inmediatez y al mismo tiempo cómo nos obsesiona el envejecimiento, la pérdida de la juventud y todo lo que ello supone.
Una historia que se enfoca a través de tres actitudes diferentes, desde la necesidad de solucionar el envejecimiento a través de lo material (operaciones, coches, salto continuo de relaciones) hasta la obsesión enfermiza de rejuvenecer a través del dispositivo fantástico hasta la actitud zen de su protagonista, que adopta una postura tranquila, relajada que no conformista al respecto.
Dupieux no solo plantea estas cuestiones sino que les da forma a través de un dispositivo formal que parece adaptarse a las propias características temáticas del film. Se gestionan los gags alargándolos o cerrándolos en función del momento. Hay elipsis, gestión de la ansiedad, chistes con ‹cliff-hanger› incluido y una aceleración paulatina del ‹timing› que se corresponde con los eventos que suceden en pantalla. Todo ello rematado con un desenlace impecable casi silente, que parece querer emular el propio elemento de fantasía, de túnel del tiempo.
Por tanto estamos, ni que sea de una manera extraña, ante el primer film de temática social de Dupieux. Un retrato fino y acerado de la locura y las obsesiones de nuestros tiempos. Pero lo relevante, quizás, es que a pesar de la gravedad del asunto, Dupieux sigue mostrando una mirada cálida y tierna hacia personajes y situaciones. Como si cada plano quisiera mostrar el patetismo de todo y al mismo tiempo les quisiera perdonar y abrazar. Una mirada nada condescendiente y sí muy humana. Al fin y al cabo el absurdo no es tanto lo que plantea el cineasta sino la realidad en sí misma. Dupieux simplemente nos la muestra filtrando por la cámara lo que ven sus ojos.