Las voces que se escuchaban tras su paso por Cannes no podían ser más diferentes. Si buena parte de los medios de gran alcance de la prensa española la dejaba por los suelos también es verdad que un nutrido grupo de críticos menos mediáticos la reivindicaban como agua de mayo.
Así que con ganas y por qué no decirlo, con morbo ante el hecho de la diversidad de opiniones de la propuesta, nos presentamos en el festival de cine europeo de Sevilla para disfrutar de En la niebla (V tumane, 2012), obra bielorrusa del cineasta Sergei Loznitsa.
Sergei es conocido por sus documentales rusos y ha trabajado en buena parte del este europeo, destacando la cinta ucraniana My Joy (2010). Ahora regresa a su país de origen (ya que él se ha movido sobre todo en Rusia y en Ucrania, país al que se mudó en su adolescencia) para llevar a las pantallas una de las novelas más importantes de su patria, escrita por Vasiliy Vladimirovich Bykov, autor conocido por su amplio repertorio de obras focalizadas en el marco de la II Guerra Mundial, de la que fue testigo como soldado del lado de la URSS.
Si comento todo esto es porque estamos ante una de las propuestas más importantes salidas del país ese europeo que sigue viviendo con una dictadura de las chungas de la que nadie se acuerda, que además vivió el horror de la guerra de manera más terrible que nadie, ya que a la lucha partisana hay que añadirle también algunas de las acciones de guerra más crueles perpetradas por el ejercito alemán, que llegó a arrasar pueblos enteros por cada acción de los partisanos.
El cineasta Loznitsa, siguiendo el espíritu de la novela, no pierde mucho el tiempo en hablarnos de lo mala que es una guerra ni de lo crueles que eran los germanos. No. El meollo del asunto trata del alma humana y de lo indefenso y perdido, tanto físicamente como moralmente, que está el ser humano ante acontecimientos que le sobrepasan. De cómo en tiempos de trinchera la maldad lo cubre todo, dejando desprotegida nuestra alma o muriendo en primer lugar.
Que los partisanos en Bielorrusia luchaban contra el nazismo es un hecho consumado. Pero que en esa lucha el bien brillaba por su ausencia es no menos cierta. Estamos ante un relato duro, donde el bando te elige a ti antes que tú a él y donde debemos abandonar cualquier esperanza de encontrar algo que no sea odio y sinsentido. La película abre con un plano secuencia donde unos prisioneros bielorrusos son llevados a la horca sin ninguna compasión. No sabemos nada de ellos ni de sus acciones pasadas, pero buena parte de la cinta pivota en torno a este hecho. Y es que de los cuatro detenidos, “sólo” han sido ahorcados tres y al cuarto se le ha dejado marchar, por lo que la heroica resistencia suma dos más dos y llega a la conclusión de que la única causa posible ante esto se debe a que el sobreviviente es un espía y/o un traidor.
Así arrancamos, con dos hombres cuya misión consiste en cargarse al superviviente, que no ofrece en ningún momento algo parecido a una resistencia o remordimientos. Prácticamente se encoge de hombros cuando aparecen sus asesinos. Si la intención del director era crear curiosidad en el espectador, fracasa, pues desde la primera escena en que comparten plano uno entiende que hay gato encerrado y que el acusado poco tiene de colaboracionista. Sin embargo la película empieza de manera potente, con el espectador pendiente en todo momento de qué ocurrirá. Será con el paso del metraje cuando más de uno perderá las ganas de descubrir que les deparará a los personajes, con un segundo acto disperso, donde el gusto por la plasticidad del cineasta termina por arruinar las ideas, muy jugosas, que maneja.
La historia de estos tres personajes es el foco del relato, donde iremos viendo en diferentes ‹flashback› el pasado y el cómo llegaron a la situación actual. Hay que reconocerle sus aciertos al filme, y el uso del espacio es cuanto menos inteligente, pues aparte de la maravillosa y atmosférica fotografía, obra del rumano Oleg Mutu, habitual en el cine de Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días, 2007) y Cristi Puiu (La muerte del Sr. Lazarescu, 2005), siempre tenemos la sensación de estar en tierra de nadie. No hay fronteras, no hay un lugar donde el enemigo se encuentre y otro donde no, la guerra está por todas partes en medio de la niebla y no se sabe en ningún momento la situación de los frentes o de los movimientos del enemigo. Este trato empareja en parte la película con propuestas como la de Blancos y rojos (1968), del húngaro Miklós Jancsó.
Tras un inicio prometedor, los mejores momentos son hacia el final, siempre pendientes de temas morales, donde descubrimos cómo han confluido los caminos de los tres hombres, siendo particularmente interesantes los dos caminos contrarios que han recorrido tanto el acusado como el tercero en disputa (el segundo, el oficial al mando y viejo amigo del acusado, tiene sin duda el ‹flashback› menos excitante pero que sirve para remarcar la voluntad y el odio de una persona).
La cinta acaba, entre la niebla, de la única manera concebible dada la situación en la que encuentran de desespero. Trágicas, más que dramáticas (la tragedia no se puede evitar mientras el drama es hecho por la acción directa del hombre), las conclusiones, que ya se olían, son devastadoras.
Desgraciadamente, no nos parece la mierda ni el cielo que nos prometían. Obra interesante, sin duda, pero con importantes lagunas en su estructura y evolución, tantas, que a veces se empantana. y aun así, reivindicable.
P.D.: Absteneos todos aquellos que tenéis pesadillas con el llamado cine del tedio.