Un imaginario donde la nada, o al menos la auto-consideración de nada, consigue articular un monólogo sobre una identidad que no existe es cuando menos un planteamiento tan irónico como curioso. Si a eso le sumamos que la voz de Nada pertenece a un personaje como Iggy Pop la tracción por lo que puede dar de sí la cinta es inevitable.
Cierto es entonces que la perspectiva con la que se encara el visionado es de máxima expectativa, cosa que, en cierto modo, juega (un poco) en contra de la película. No se puede negar que hay una extraña armonía entre el avance del discurso y unas imágenes que, sin muchas veces corresponder exactamente con la narración, se complementan creando un todo magnético.
Sin embargo ese polo de atracción acaba discurriendo hacia un lugar no inesperado: la confusión. Aunque las frases y reflexiones son por separado invitaciones a lo humorístico, a lo dramático o a lo introspectivo el conjunto global no permite sacar una conclusión al respecto. No inferimos que tal cosa sea necesaria, pero si quizás haría falta algo más de concreción, algo que esta oración hecha película hiciera que no se difuminara.
Este es pues un experimento que pivota en torno a lo sensorial, a la belleza de las imágenes, a la partitura de Pascal Comelade y a las palabras de Nada. Una apelación a dejar de lado, en cierto modo, al factor racional del espectador y llevarlo a una dimensión donde los sentimientos fluctúan interactuando con lo sugerido en la pantalla. El problema, como decíamos, es que por momentos la interactuación resultante se acerca demasiado al desinterés, a una suerte de “ruido blanco” de cariz agradable pero absolutamente inane.
¿Cine zen? Sí en cuanto a parámetros de, llamémoslo así, relajación. No se puede negar que el film de Boris Mitić tiene la virtud de transportar, de crear una cierta comunión o corriente de simpatía que oscila entre la sorpresa inicial, la celebración (momentánea) de la ocurrencia y un ligero adormecimiento agradable que resta, aunque no del todo, la posibilidad de un posicionamiento crítico antipático hacia lo visto.
De todas formas, tomando distancia, no cabe duda que a pesar de las buenas intenciones, el film peca de autoconsciencia de una trascendencia que le resta enteros en cuanto a fluidez orgánica y, por el contrario, le da en ocasiones una exuberancia más cercana a la pretenciosidad de la falsa modestia que a la mera exposición experimental pretendida.
Quizás el mejor resumen que se puede hacer de In Praise of Nothing se halla tanto en su propio título como en el cartel que ilustra el film. Por un lado ese ‹nothing› del título acaba por referirse más a la significación que consigue que al (no) personaje de la narración. Por otro la belleza del póster es equivalente a lo visto: composición equilibrada, imagen chocante y resultado tan inane como la flecha clavada en el agua, inofensiva y cuyos círculos concéntricos son tan expansivos como su mensaje. Contra más te alejas más difuso, hasta su desaparición, se vuelve.