Opinar de una percepción aprendida con la vista, sin ser partícipe de su verdadera fuerza e intensidad. Un profesor nos explicaba a jóvenes, dóciles e inexpertos universitarios cómo llegar al fondo de un producto, cómo aprender a venderlo realmente: sumergirnos en la experiencia. «Para crear la imagen de una cerveza negra tienes que sentarte en esa taberna, pedir una y saborearla dentro de su ambiente, para conocer su verdadero significado» nos decía. A veces la cerveza negra no es tu prioridad, no te interesa más allá del efecto que te narran otros que la han probado, que se bañan en su olor, su sabor y su adictivo alcohol. Te sientas, observas, generas tu propia opinión —que es algo de lo que no nos libramos nunca, nuestro verdadero deporte de riesgo— sin necesidad de saborear esa esencia. La experiencia analítica que nunca nos dejó recrear una imagen consecuente.
La inocencia no se quiebra aquí a base de negrura, lo que interesa a Monica Stan y George Chiper en su debut tras las cámaras es la complejidad física de las drogas, la extrapolación de su morfología a la pantalla. Pasaron los años y se repite la dinámica de sentarte, observar y generar una respuesta ante algo en lo que no has participado. Aquí está el riesgo de Imaculat, reproducir las sensaciones por encima de una narración, sin necesidad de implicarnos con ningún tipo de experiencia concreta.
La película se apoya exclusivamente en una muchacha menuda, de aspecto candoroso, que acaricia el caos a través de la relación con sus otros compañeros, también prisioneros de las adicciones. Como si se adentrara en una cárcel elitista, Daria se convierte en el objeto de deseo de los habitantes de un centro de rehabilitación. Aunque a simple vista Imaculat refleja el trato abusivo sobre la mujer cuando esta va cayendo en un ambiente de indefensión, la lectura más interesante es el enfoque que parece surgir entrelazado con los impulsos básicos. Sin separarnos apenas unos milímetros de la piel de la protagonista en todo momento, pasando de una incómoda visión en primer plano a una rutina formal, se puede sentir, prácticamente oler todo el proceso de una adicción dentro, paradójicamente, de un lugar donde olvidarlo.
Daria se sumerge de lleno en un grupo cerrado que abre sus brazos sin que perdamos la sensación de estar frente a aves carroñeras ávidas de carne nueva. Así, una joven que supuestamente va a limitar sus necesidades dentro de un entorno blanco y desmitificado, conoce nuevas sensaciones que se transforman, poco a poco, en una nueva adicción, una totalmente física y angustiosamente dependiente, que se equipara a las luces y sombras de cualquier necesidad química. De los dulces inicios a la euforia, pasando por la suciedad de la demanda pagando el precio que se exija y el cuelgue definitivo donde ya nada importa, un éxtasis culpable y decadente, estos son todos y cada uno de los estímulos que Daria recibe desde una mirada limpia que se deja llevar por la necesidad.
Pero estamos ante un mismo problema, esta es la interpretación libre desde el desconocimiento, es la película que se descubre rebuscando entre los recursos que nos ofrecen, con una luz amarillenta, un vestuario tosco y anodino, un recinto pobre donde todo se reduce a cuerpos interaccionando, donde los límites no consiguen establecerse, para bien o para mal, y donde la incomodidad se repite hasta la náusea en detallistas actividades sin importancia, siempre partícipes de los silencios, las risas o los bloqueos de la joven protagonista al interactuar con cada uno de los personajes que se mimetizan con cualquier necesidad desbloqueada. La muchacha inmaculada que llegaba corrupta, el entorno protector que termina oprimiendo y la belleza ausente ante la idea de una mujer pisoteada por algo más que el patriarcado imperante en ese submundo recreado para la ocasión. Interesante propuesta aunque no resulte realmente rompedora, reinventar sus posibles significados ya indican una oferta que supera el lienzo en (casi) blanco.