La santidad de unos solo eleva el sentimiento de mediocridad del colectivo al que pertenecen. Bien parece querernos recordar esto la directora Klaudia Reynicke en su primer largo de ficción Il nido, donde se predica lo de «ni todos buenos ni uno malo» aunque a veces el colectivo sea fuerte o el solitario se atragante al resto meritoriamente.
La historia comienza caminando por el bosque, con una guía recordando las bondades de apariciones marianas y derramamientos celestiales, como algo que hacer día tras día de 10 a 13h. No es la falta de entusiasmo lo que se destila de esta estampa, es el estertor conocido que se dispara ante la presencia de alguien distinto en el grupo habitual, un alguien que pregunta lo incómodo para apercibir su presencia.
Una vez localizados los dos individuos (y el perro) nos anuncian la masa que les rodea. Un pueblo italoparlante de nombre Bucco y con milagro propio va a encadenar las miserias que la sociedad frena, cual tapón encerado, a conveniencia. Bucco es una población pequeña, algo similar a una comunidad de vecinos, donde todos se conocen por el nombre con la ineludible responsabilidad de sus actos, ya que también es posible que conozcan todos los pasos del prójimo. Esto crea la insolente seguridad de lo malo conocido, la tranquilidad de quien ve de paso a los foráneos y los trata como iguales solo por el hecho de no tener que formar un lazo continuado con ellos. Pero esa falsa hospitalidad se ve delatada cuando un elemento distintivo convierte al caminante en nuevo vecino sin la bendición de la masa. El recelo aparece.
Este mismo, sin explicación aparente, se estanca. Sin contrastar ninguna información son las habladurías, conjeturas y desconfianzas las que conforman el relato de esta micro-sociedad a ojos de Cora, la joven que sí cuestiona lo que en realidad pueda estar sucediendo, buscando verdades contrastadas donde solo existen comentarios velados. Esos ojos forman parte de la presencia de la actriz Ondina Quadri, que sin asperezas sobrelleva una situación hostil en lo que comienza como un año de reflexión personal y se expande a la caza de brujas, solventando la situación con magnetismo y sencillez.
Las excentricidades religiosas parecen planear sobre el relato sin llegar a tocar tierra mientras el sobrecalentamiento sanguíneo que se les presupone a los italianos se sumerge en algunos pozos oscuros. Si con La caza de Thomas Vinterberg sufrimos por ver condicionados los hechos a las creencias personales conociendo los distintos puntos de vista, aquí las vísceras se vuelven más temperamentales, siendo nosotros los que recibimos la información sesgada y contemplamos la irracionalidad de unos y otros ante un enfrentamiento vacío, carente de razón de ser, dominado por una furia ciega que se acrecienta y desarma cualquier posibilidad de diálogo, siendo Cora en cierto modo el punto que nos hace reflexionar sobre la incapacidad del conjunto por aceptar lo que no le es favorable.
Aquí radica la verticalidad: piensa en tu anciana vecina, que sube contrariada las escaleras y llama a tu puerta para contarte con voz queda que el vecino que vive enfrente alquilado va a ser «expulsado» por el dueño del piso porque no le paga. Su fuente de información es el comentario de un amigo del dueño, que comprando el pan charlaba con la panadera sobre esta acción. Al parecer la nieta de la vecina fue a comprar algo para la merienda y lo escuchó… hace dos meses. A lo que añade: «yo ya sabía que nunca fueron de fiar». Nos faltan datos: ¿qué opina el afectado? ¿y el ejecutor? ¿a qué precio está el pan? Pero la vecina lo que espera es una mirada reprobatoria hacia esas personas como muestra de apoyo.
El caos está expuesto. Dentro de este abanico de comportamientos erráticos entran los secretos que conforman la trama. Nosotros no formamos parte del secreto y el pueblo es conocedor a medias, ya sea por el paso del tiempo o por los comentarios que aderezan siempre cualquier verdad original, lo que nos hace vulnerables ante la historia y nos permite convertir a todo bicho viviente en culpable sin conocer el juicio, justificando la deformación de ciudadanos perfectos y familias de reputación intachable —porque la figura familiar es también un espejo sobre el que mirar las costuras de su reflejo—, pero que irremediablemente da paso a la violencia.
Il nido es la mirilla por la que vigilas el comportamiento externo, donde el otoño ha llegado con adelanto y su tristeza inexplicable nos afecta al desentrañar la realidad a partir de una estampa de la Virgen del Bucco. Parecía estar perfecta, pero alguien escondía la suciedad bajo su manto.