Reconsiderar el cuadro en movimiento
Cuando se le pregunta a un espectador medio qué es para él el cine lento, o ‹slow cinema›, normalmente asociará la respuesta a la cuestión de la duración, a cuánto se dilata una escena o a cuánto tarda un conflicto en aflorar y en resolverse. Este crítico prefiere vincular el término con la posibilidad de que las imágenes sean capaces de adquirir una trascendencia por sí mismas, pues cada película, a través de su sintaxis, requiere un tiempo único, que no necesita una vara de medir externa y autoimpuesta. Cada película elige hacia dónde va y rinde sus cuentas con lo real a su modo, esto es, con los dos grandes pilares de la teoría “deleuziana”, el movimiento y el tiempo.
Las imágenes de Il buco, de Michelangelo Frammartino, manan ante los ojos del espectador como un alud de cine puro e iconoclasta. El film se articula en viñetas tersas e incorruptibles a través de las cuales el cineasta se asegura que sus pretensiones no eclipsen el carácter humilde y contemplativo de su película, que versa sobre la Italia rural. La posición estratégica de la cámara, a veces ubicada en contrapicados muy pronunciados, contribuye a que el demiurgo se asegure una posición de antropólogo o simplemente de observado. La ausencia de diálogos explicativos o de verbalizaciones que sobrevuelen el relato visual también juega un papel esencial. Más concretamente, Il buco, nos traslada al norte de Italia en 1961, donde una comunidad de espeleólogos se ha trasladado a un territorio virgen de Calabria, poseedor de las cuevas más antiguas del mundo.
Uno de los triunfos de la nueva cinta de Frammantino, que se presentó en la pasada edición del Festival de Venecia, es el exhaustivo rigor documental de sus escenas. Parece que de golpe y porrazo nos hayamos teletransportado a otro contexto, fabricado a través de una abstracción del espacio. Un trabajo asimilable es el de la última película de Abbas Kiarostami, 24 Frames, que más allá de que cada viñeta no guarda ninguna relación narrativa con la precedente, sí que reclama una suerte de abstracción, de instancia invisible y ordenatoria que le otorgue una razón ontológica a las imágenes. No obstante, lo que en Kiarostami fue lamentación y meditación, en Frammartino es memoria y tiempo. Curiosamente, dos de los conceptos que embadurnan la última obra maestra de Apichatpong Weerasethakul, Memoria, cuyo discurso también versa en parte sobre un grupo de espeleólogos, en este caso en Colombia. Su trabajo, tanto en el film del tailandés como en el italiano, exige una reconciliación del espectador contemporáneo con lo que le ha precedido, sobre todo cuando un creador sabe inmortalizarlo en la secuencialidad. Una reconciliación que pasa por la reconsideración del factor temporal, asunto que con las interfaces digitales se ha echado a perder. Por ejemplificarlo, en las redes sociales no se permite el acceso a la memoria. En la misma interfaz conviven perfiles de personas vivas y muertas, y cada cierto tiempo redes como Instagram avisan de cualquier acontecimiento que el usuario compartió. Il buco, igual que Memoria, supera con creces la brecha de la falsa nostalgia para devolverle al espectador la experiencia del recuerdo. Esta última idea también se encarna en el personaje del pastor, casi un fantasma de lo que fue otra época, un vestigio que vaga por la montaña como una sombra a la que el mundo ha repudiado.
Sin margen a la duda, esta es una pequeña joya del cine contemporáneo que establece, entre las muchísimas posibilidades que existen, un puente comunicativo con una tradición pasada y desgastada, y al que el único factor negativo que se le podría remarcar es que siempre recae sobre los mismos enclavamientos, lo que causa que la posición del espectador sea distante y racional durante todo el discurso.