Ida (Pawel Pawlikowski)

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Hay autores cinematográficos que escriben su película a través del guión. Obvio, dirán. Los hay que dibujan su estilo a través de la cámara y las habilidades de composición psicotécnica de esta. Los hay que otorgan mayor importancia al silencio que a las palabras y los hay que se rigen por la lógica espacial más que por la verbal. En el caso de Pawel Pawlikowski, sus esbozos dramáticos están dibujados a través de los encuadres y de la reflexión que los precede. Maestro de la observación distante del entorno social, la puesta en cuadro del polaco siempre es minuciosa y preconcebida con absoluta capacidad sintética. Por sus películas fluye eso que el cinéfilo avezado llama el ‘sentir europeo’. Quien lo sabe, lo sabe.

La dirección de fotografía constituye un elemento de vital, casi diría total, importancia en sus obras. No por capricho, el gran Ryszard Lenczewski ha sido el encargado de dicho departamento en toda la filmografía reciente de Pawlikowski. La evidente compenetración mutua que han gestado entre ambos les permite obtener unos resultados formales que pueden ser difíciles de digerir para el público medio, pues ambos apuestan por un lenguaje visual muy rupturista y hermético. El autor que ya realizara anteriormente La vecina del quinto continúa poniendo en práctica la náusea de los personajes anónimos y perdidos que se trasladan para encontrar su identidad arrebatada. Con ellos, se erige el viacrucis personal y el apocalipsis colectivo de las gentes y de una sociedad casi inexistente, microcosmos donde anidan la abstracción y el ostracismo propio y ajeno.

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Una película como Ida no puede sino interpretarse desde la abstracción más pura, desde el arraigo solemne de una ausencia en el vacío que camina hacia el horizonte sin un rumbo precocinado. A rastras entre la incomprensión del mundo y la esclavitud mental religiosa. Lenczewski nos señala en cada plano que los personajes carecen de valor en el espacio. Nunca son el centro de atención del relato. Las salas y los lugares engullen a las personas que quieren pertenecer a él, las doblegan a una esquina y a una sensación de no pertenencia a ellos. Recurso de jerarquía mayor ante la necesidad de Pawlikowski, como digo, de enclaustrar a sus caracteres en un ambiente devastado que imposibilita la identificación. Polonia es radiografiada por la desolación de la guerra, tanto bélica como interna. Los ecos a la ocupación nazi son un suplemento que el director abona a su causa de contemplación analítica en busca de la verdad de unas personas perdidas en el espacio y el tiempo. Un intento de responder al ‘quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos’ desde el enigma de la crisis religiosa.

Se habla de Pawlikowski, dentro del marco del cine europeo, como un director menor de filmografía menor. Esta afirmación puede llegar a ser un tanto subjetiva, sesgada e inmerecida si se analiza en profundidad su obra, que indiscutiblemente bebe, directa o indirectamente, de los grandes maestros polacos de su historia. Andrzej Wajda o Andrzej Munk son referentes espirituales que saltan inmediatamente al recuerdo mientras se contempla Ida. En sus creadores parece existir una pulsión similar: abandonar el confinamiento y la cerrazón, encontrar un sentido para vivir y un motivo por el que luchar. Búsqueda y asunción de una identidad a la que pertenecer, a la que sentir como propia. Todo ello expuesto a través de la negación implicadora y de la opacidad exhibicionista, que a su vez genera una indudable retroalimentación observacional. Obra, en todo caso, para puristas y degustadores de la exquisitez formal, que deben asumir una mínima base cultural para descifrar la antropología que habita tras las capas de cebolla que proponen sus creadores. Como ya dije anteriormente: quien lo sabe, lo sabe.

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