Con su debut en el largometraje, el director y animador luxemburgués Carlo Vogele narra su propia versión del mito de Ícaro, en la que se repasa su vida desde su infancia ayudando a su padre Dédalo hasta su final, tomando un rol central en la trama su relación con el minotauro y su oposición frontal al encierro de la criatura, en el que participa su padre con la construcción del laberinto, transformándose esta en una historia de amistad prohibida en la que Ícaro desafía a las autoridades y a su propio padre con la esperanza de ayudar a su amigo.
Ícaro y el minotauro podría encuadrar hasta cierto punto como una película familiar, con un discurso de aceptación y lucha contra la discriminación y por la amistad que suena como una moraleja muy constructiva para un público infantil; pero las implicaciones de gran parte de su contenido y mensaje son muy gráficas, porque el mito lo es. Esto genera una disonancia muy interesante porque a Vogele no le interesa suavizar el relato, pero sí extraer unas lecturas morales de él, que ya no tienen tanto que ver con los cuentos de heroísmo y épica del pasado frente a fieras temibles sin carácter como con la aceptación del diferente y la lucha frente al despotismo imperante.
La película cuenta el mito casi tal cual, sí, pero todos sus elementos son marcadamente distintos a como se han presentado tradicionalmente. Por ejemplo, Dédalo es un mentor que oculta con intransigencia su propio tormento por la inmoralidad de su gran proyecto. Ariadna es una interesada que decide ayudar a Teseo porque le parece guapo y no le importa nada más, y Teseo es un guaperas arrogante y cruel dispuesto a matar al monstruo no tanto por heroicidad como por venganza y rédito personal. Por su parte, Ícaro y el minotauro representan, frente a la maldad o el egoísmo de todos los que les rodean, la bondad en una hermosa relación incomprendida por todos y oprimida por las autoridades. Observamos con especial compasión al minotauro, como una criatura inocente que es sometida al desprecio y al maltrato constante; el ser sanguinario que nos debería dar miedo y hacer que aboguemos por su muerte se convierte aquí en una víctima del rechazo de su propia familia y de la incomprensión de sus semejantes.
Lo que hace Vogele, en definitiva, no es tanto cambiar el cuento (aunque introduce elementos de su propia cosecha) como resignificarlo, entendiendo tal vez que su función como historia no puede permanecer inmutable cuando las sociedades y sus valores cambian. En esta versión no es satisfactorio matar al monstruo, porque el monstruo ya no es un símbolo de crueldad que surge por designios superiores del destino, sino una figura señalada, oprimida y maltratada a diario. Del mismo modo, los héroes no representan ya la cristalización de los valores colectivos, sino una desviación perversa e interesada de los mismos. Estos cambios de tono, no tanto de contenido, con respecto al mito original se llevan a su máximo exponente en una conclusión que debería ser la esperada, pero que narrada desde el punto de vista de esta cinta adquiere unas dimensiones completamente distintas y pilla incluso con el pie cambiado.
A nivel estético, Ícaro y el minotauro no resulta una experiencia tan fascinante como en el aspecto narrativo. El diseño de personajes es más que notable, alcanzando cotas muy estimables de expresividad y representando la personalidad de cada uno de ellos con gran eficacia; a destacar en particular el del minotauro, lejos de la imagen de fiereza con la que se le asocia, y también el de Pasífae, cuya actitud permanentemente atormentada e impotente frente a la crueldad de su marido es reflejada en una imagen casi espectral, como de alguien que se está consumiendo por dentro. Pero la animación no termina de alcanzar toda la fluidez requerida, y por otro lado los diseños de personajes se dan de bruces a veces no ya con sus escenarios sino, en ocasiones, con los otros personajes de fondo. Esto no es un demérito grave, pero sí denota que la creatividad y elocuencia estéticas chocan con las limitaciones técnicas.
Por otro lado, a pesar de pasar por todos los puntos por los que requiere, lo que cuenta no es algo que sienta que se puede exponer orgánicamente en el poco más de una hora que dura la cinta. Si hay unos puntos en los que sufre particularmente la película por ello, éstas son las elipsis relacionadas con la construcción del laberinto y en las que Ícaro transiciona de la infancia a la casi adultez. Pero dejando aparte estas consideraciones, Ícaro y el minotauro ofrece una versión muy interesante, y en buena medida impactante, de un cuento que ya nos conocemos de sobra, apropiándose de su simbología para un mensaje radicalmente distinto.