Tríptico generacional
La familia Gogoberidze representa un hito insólito descubierto hace relativamente poco por la crítica y diversos festivales para no olvidar y grabar en la historiografía fílmica. Hallamos casos de padres y madres de la industria cinematográfica que pasan el testigo “inoculando” el veneno del cine a su descendencia —hay más casos en la actuación que en la dirección— para así continuar su estela, pero ninguno como esta triple generación femenina georgiana en la dirección, hecho que lo hace aún más destacable debido a razones de género y la complejidad de abrirse un hueco en el cine mudo por parte de la iniciadora de esta saga. Hace pocos meses, a través de Lana Gogoberidze (una directora a la que le seguía el paso desde antes, pero de difícil acceso a su filmografía) y su película Mother and Daughter, or the Night Is Never Complete (2023), me hice eco de la existencia de su madre, la pionera y silenciada Nutsa Gogoberidze (1902-1966), escribiendo sobre ellas. Presentada en Forum del pasado Festival de Berlín, el documental formula un desempeño y reivindicación de la figura materna, una mujer educada en el firme convencimiento feminista, cuyo padre apostó por el acceso a estudios superiores de todas sus hijas; decisión que le permitió introducirse en el cine convirtiéndose en la primera directora georgiana, oficio con escasa representatividad femenina en la ya consolidada URSS, exceptuando a Olga Preobrazhenskaya, Nadezhda Kosheverova, Nina Agadzhánova-Shutkó o Yuliya Solntseva, por citar algunas.
La longeva e incombustible Lana Gogoberidze (1928) —que comparte privilegio con el tristemente desaparecido Manoel de Oliveira en seguir en activo siendo nonagenaria— apuesta por un soberbio ejercicio fílmico de la memoria que reposa en el breve aunque considerable legado de su madre (su carrera fue cercenada abruptamente para siempre por la Gran Purga de Stalin, siendo deportada a un gulag del Círculo polar ártico durante diez años), formado por un trabajo con Kalatózov en 1928, que sería censurado, y las excelentes películas posteriores Buba (1930) y Ujmuri (1934), bajo una estricta vigilancia del sistema al que dedicaba una alegórica protesta castigada contundentemente.
Imágenes con una poderosa fuerza visual que podrían atribuirse a Eisenstein, Dovzhenko, Pudovkin o Kalatózov, pero que no gozaron de continuidad, ni reconocimiento, siendo prohibidas hasta alumbrar ochenta años después gracias a la perseverante búsqueda de su obra por parte de la hija. Breve y a la vez consistente aportación al cine que no pudo disfrutar para poder apoyarse emocional y profesionalmente en su carrera, ni comentada por su madre extrañamente a su vuelta del exilio, que sería presentada en el MOMA en 2014 (siendo calificada la familia por el New York Times como “The Female Cinema Dinasty”) y posteriormente en París, Corea del Sur o Berlín con rotundo éxito. Planos volatilizados, huérfanos de una carrera femenina petrificada en otra historia más sobre la invisibilización por razones políticas y/o de género. Un tributo al embrión familiar de este linaje al que se suma también Salomé Alexi (1966), la nieta de Nutsa, que emprendió su carrera en la dirección en solitario y que aquí ejerce de codirectora y productora junto a su madre. Lana Gogoberidze cierra heridas como hija mediante este abigarrado corpus de imágenes del pasado, sentimental y posiblemente último documental hacia una madre que la hizo sentir desatendida en su niñez, suturando y reordenando ese vacío por el tardío, aunque justo descubrimiento de la relevancia histórica de su efímera y trascendental contribución al cine.
Abriendo además puertas maternas a su hija Salome, que sí puede ser testigo de su obra en el cine soviético con una fuerza y determinación revestidas de constantes alusiones al hueco existencial por la marcha de Nutsa Gogoberidze —después de una niñez y adolescencia añorando a una madre a la que ya no conocía a su llegada del gulag— y algunas conexiones cinematográficas inesperadas entre las dos después del feliz hallazgo de su obra.
Filmografía que vería el sol que no disfrutó Nutsa, aludiendo al título que quiero desarrollar en la carrera que emprendería en los sesenta, con ella a su lado como fiel observadora. Conjunto fílmico heterogéneo que se suma a otros directores de renombre en ese cine georgiano que en los últimos años parece que se desgaja o desgajamos del soviético favorecido por una entidad, temática y sensibilidad particulares que le hacen destacar independientemente del resto. El imperecedero cine de directores como Mijail Kalatózov, Eldar Shengelaia, Otar Ioselani, Giorgi Shengelaia, Tenguiz Abuladze o el renovado e inspirador de los actuales Alexandre Koberidze, Mariam Chachia o Anna Dziapshipa constituyen un poderoso aval para considerarlo como tal.
Lana Gogoberidze impregnaría el dolor por la falta de su madre en parte de su obra (al menos a la que he tenido acceso), dando forma visual a los relatos cortos que escribiría Nutsa sobre su lacerada experiencia en los campos de prisioneras en The Waltz on the Petschora (1992), en la que observamos mujeres cargando maletas por un hermoso, pero implacable paisaje nevado, así como en Some Interviews on Personal Matters (1978) con el deseado y temeroso reencuentro materno después de una larga década separadas. Pasajes que han configurado una obra con poso autobiográfico junto al de su madre después de morir ésta, tal como hizo la húngara Márta Mészáros con sus “Diarios”. Pero también acudió a postulados feministas en la citada Some Interviews on Personal Matters (1978), que aúna ficción y realidad en esa periodista melancólica, muy activa profesionalmente, engañada por su marido. Y no estaría al margen de las nuevas olas, sino que se adentraría con Transfiguration (1968) en un producto cargado de influencias de Truffaut en su vitalidad, la arquitectura de la soledad de Antonioni y el universo onírico de Fellini con una factura visual en blanco y negro excelente.
En 1965 estrena I See the Sun (Me vkhedav mzes), basada en la novela de Nodar Dumbadze, que coescribió el guion junto a ella, después de los obstáculos para estudiar cine al ser hija de perseguidos (su padre sería ejecutado) por Stalin. Ésta es una historia ambientada en la Gran Guerra Patria que tantas películas generó en la extinta URSS, aunque aquí la confrontación se mantiene en fuera de campo, advirtiendo su presión en los jóvenes que parten al frente, otros que desertan, centrándose en la vida de los que se quedan, los que resisten los embates económicos y los soldados que no regresan. El desarrollo se adentra en la vida de una zona rural humilde y en concreto en Khatia, una adolescente ciega que sólo detecta algo de luz mirando al sol, siempre asistida por su fiel amigo y lazarillo Sosoia, al que asegura ver también.
Si por algo destaca esta película es por un cuidado plástico y dominio de una cámara orgánica que percibimos desde su inicio, dando forma con una estética en blanco y negro fabulosa a una historia que comienza con juegos tradicionales infantiles entre unas ruinas, arrancando ásperamente esa alegría e ingenuidad con el anuncio de la invasión alemana y la demanda de soldados que acudirán de inmediato a la contienda. La película abre con la algarabía de los niños del pueblo entre una cámara en mano ágil que les sigue y también ejerce como uno más con planos subjetivos ante la aparición destacada de Khatia con carácter escultórico, rápidamente atendida por Sosoia, que la lleva de la mano entre las piedras. Gogoberidze imprime desasosiego con esa persecución rápida entre las gentes del pueblo en la plaza abriéndose sitio hasta encontrar el rostro de la pareja que asiste conmocionada al inicio de la guerra.
El reclutamiento de los jóvenes y la despedida de sus familiares está muy bien resuelto con una elipsis rápida y una puesta en escena vigorosa con la mirada invisible de los que se van hacia la carretera alejándose con velocidad, hacia la vía del tren, los puentes, dirigiéndose a un lugar entre la incertidumbre y el desarraigo por un largo túnel que absorbe los títulos de crédito acompañados de una enérgica y chirriante banda sonora.
Impetuoso epílogo que adoptará una forma más calmada a continuación describiendo otros personajes que sí vemos despedirse tristemente como Datiko, que va a casa de Keto, la tía de Sosoia o la opinión de los mayores sobre la guerra que siguen labrando la tierra en esos días de amarga espera en un plano secuencia perfilado acertadamente por un ‹travelling› lateral muy largo que da voz a todos. Asistimos a la escuela, al encuentro del chico con discapacidad con un soldado ruso enfermo que acoge Keto para sanarse y a la vuelta nocturna del desertor que reclama de forma inoportuna y violenta el amor de la tía de Sosoia ante sus ojos desarmados. La escena en interior está muy bien dibujada con la sombra masculina en la pared que desdobla sus malas intenciones dotándole de un halo negativo y de cobardía ante la patria.
Muy luminosos resultan los planos de los chicos por el paisaje nevado o de la chica ciega caminando por ellos que remiten al cine de Tarkovski o más bien a los cuadros de Pieter Brueghel ‘el Viejo’, dejando entrever visual y poéticamente el paso del tiempo de una guerra latente, de la que no se escuchan los disparos, ni acecha directamente la muerte, pero sí llegan sus soplos en forma de necesidad que obliga a malvender objetos y ropas con carga sentimental. Pero la directora viste el momento con la belleza de la pareja en burro cargada de enseres por la playa dando el paso hacia una intimidad y acercamiento inocente envuelta en una delicadeza que abraza esa relación iniciática entre la barbarie como telón de fondo. Le seguirá la escena comunal en el molino donde cada miembro recibe su ración de harina pacientemente, describiendo la dilatada espera del fin bélico con la imagen de la molienda del trigo constante, sustento vital para los habitantes.
Un plano con fuerza dramática simboliza el término de la guerra poniendo el foco con un movimiento descendiente hacia un camino donde marchan unos pocos afligidos y temerosos habitantes, complementados con primeros planos poderosos que transportan a los inicios del cine soviético, mientras observan una camioneta de soldados alemanes con una rueda pinchada. Las palabras «Hitler, kaputt» de un soldado con un rostro más hambriento que ellos desata una tímida solidaridad exponiendo la sinrazón de los conflictos. Se cierra el ciclo de la guerra tal como abrió, pero a la inversa, de nuevo con una elipsis y el ímpetu de la vuelta de los soldados invisibles por la vía del tren, los puentes, el camino de tierra, pero ahora sí, la mirada puesta en la feliz vuelta a casa no sabemos en qué condiciones, ni cuántos se quedaron atrás. Excelente fórmula visual para representar un sentimiento colectivo esperanzador y patriótico que tanto se dio en la URSS, a través de unas películas más exaltadas que otras, donde obtendrían censura también a pesar del “deshielo de Jrushchov” y su parcial desestalinización las que fueron más pesimistas.
Pero Gogoberidze no abandona a la joven pareja que ha vivido su historia de amor al margen de la Gran Guerra y que espera con esperanza también la curación por una operación de Khatia en la ciudad. Sosoia corre eufórico a su encuentro en una escena con un ‹travelling› largo que le sigue en su carrera mientras verbaliza sus pensamientos de futuro antes del encuentro con ella en un camino largo de tierra con un lejano punto de fuga donde se ve el plano dorsal de Khatia simbolizando un futuro incierto. El alejamiento y elevación de la cámara sobre la pareja y el padre de ella fusiona pequeñas y sencillas historias con el devenir de un país devastado por la guerra, su perseverancia y su inminente construcción de las cenizas pudiendo ver un sol velado como Khatia.
Cine el de Lana Gogoberidze, la cual descubre en su vejez que tenía, sin saberlo, muchos ecos del de su madre Nutsa, traspasado por vías que escapan a la razón y que calma su ausencia dando sentido a todo. «Gracias al cine mi madre ha vuelto a mi vida» comenta. «Ha vuelto porque la dictadura es temporal, mientras que el arte es eterno. Los manuscritos no arden, incluso cuando los arrojan al fuego».
Profesora de Secundaria. Cinéfila.
“El cine es el motor de emoción y pensamiento”