Está claro que Toni Bestard y Marcos Cabotá ven a su protagonista como una leyenda, un ser místico casi digno de idolatría. Pero ello no les impide desarrollar la película de una forma desenfadada y simpática, casi inocente si tenemos en cuenta el verdadero objetivo de la misma: devolver la gloria a David Prowse, el actor (casi) desconocido que esconde el oscuro traje de Darth Vader en la primera trilogía de la mítica franquicia. Para lograrlo ambos cineastas se proponen encontrar al personaje y recrear con él la escena en que el casco del famoso villano es retirado de su cabeza, descubriendo su verdadero rostro (escena que por motivos poco claros –volveremos a ello más adelante- fue rodada con otro actor). De este modo Bestard y Cabotá dotan su trabajo de una premisa jugosa que les sirve de gancho, más allá de la mera voluntad de reivindicar una figura injustamente olvidada. Y la verdad es que el truco no les sale del todo mal.
El carácter modesto que hace de I Am Your Father una pequeña delicia cinematográfica se da sobre todo gracias a su insistencia en no convertir Lucasfilm (ni al propio Lucas) en el malo de la película… o al menos no de una forma pretendida. Porque los hechos están ahí: el secretismo con que se llevó la intención de prescindir de David Prowse en el desenlace de la franquicia; el habérsele ocultado que la voz de Darth Vader sería finalmente doblada; las convenciones de Star Wars de las que Prowse ni siquiera es informado… Todas ellas pruebas inconfundibles del maltrato al que Prowse fue (y es) sometido por el equipo, pero tratadas por los directores con objetividad y una clara voluntad de conocer todas las versiones de los hechos. Así se descubre, por ejemplo, que en el caso del mencionado intercambio de actores existen distintas explicaciones sobre dicha decisión: cierta persona lo entiende como una necesidad del guión mientras que otra lo ve, sencillamente, como una venganza personal…
Dicho lo cual, casi no hace falta señalar que la película no contiene más trascendencia que la que contiene el tema en sí, esto es, un hecho que casi podría catalogarse de cotilleo (siempre mostrando el merecido respeto hacia la injusticia experimentado por Prowse). Lo bueno es que Bestard y Cabotá son conscientes de ello y lo respetan en todo momento, lejos de intentar vender humo a los espectadores. De ahí el carácter casi cómico de la película, propio de quien sabe que, en el fondo (y más allá del carácter altruista que pueda reconocérsele al trabajo), lo que se busca no es otra cosa que un ajuste de cuentas con cierto episodio de la infancia. Por otra parte, el entusiasmo con que los dos directores emprenden esta suerte de “acto de justicia” es tan sincero que uno acaba por dejarse contagiar del entusiasmo. En todo caso, nos queda un ejercicio de merecido reconocimiento hacia David Prowse que se traduce en un pasatiempo de casi hora y media ligero y divertido.