La estrecha relación que sostiene el cine de Helena Wittmann con el mar queda expuesta en apenas unos minutos, los que abren su segundo largometraje tras las cámaras, esta Human Flowers of Flesh donde todo parece dirigir la mirada a ese elemento que puebla gran parte de nuestro planeta. El nuevo largometraje de la cineasta alemana se postula así como un cine sensorial e insinuante donde todo nos lleva a un mismo punto, ya sea mediante las sugerentes estampas que nos brinda Wittmann desde el notable trabajo fotográfico que impele su trabajo en otros sentidos, o a través de diálogos que vuelven su mirada en torno a lo desconocido, a aquello que de un modo u otro nos cautiva por no poder alcanzar de una manera perceptible, como si además de estar ante el objeto fascinación de la autora de Drift, el propio material desde el que construye Human Flowers of Flesh fuese casi una extensión de todo ello, deviniendo uno de esos films que se le escurren a uno entre los dedos, que acapara nuestra atención con la sinuosidad de esa imagen capaz de escudriñar los rincones más recónditos sin necesidad de que se esconda un sentido específico tras ella.
Human Flowers of Flesh se nos presenta de este modo como una obra cuyo retrato no tiene por qué resultar ajeno al espectador —véase ese arranque con la tripulación que acompaña a la protagonista, encarnada por Angeliki Papoulia, bordeando la costa en estampas que bien podrían rememorar una extraña cotidianidad, capturando sensaciones no tan lejanas a aquello que se comprende como reconocible—, percibiendo una rutina muy particular que sin embargo no deja de (re)construir una forma de identificarnos, aunque en el ámbito requerido por Wittmann. Así, y aunque sus intenciones disten de realizar una mera reproducción de los confines de un universo muy personal, discurriendo entre el trazo de un cine que, lejos de inquirir, se limita a representar una serie de imágenes que susciten una reacción, Human Flowers of Flesh posee una voz tan personal que aún sin haber llegado al punto más escarpado y esquivo de su narración, uno ya puede sentir el influjo de esa forma de expresión tan particular con que la realizadora consigue imbuir tanto imágenes como textos en lo que para más de uno supondrá un evocador mosaico.
En un momento de Human Flowers of Flesh, Wittmann filma a un marinero entrando en estado de sueño: una alusión que bien podría dirigirnos a confines bien distintos de lo que, sobre el tapete, propone la realizadora, pero que en el fondo no deja de proyectar aquello que nos devuelve al mar y su carácter; las sacudidas producidas por sus olas, reproducen ese bamboleo en el que reposar se antoja distinto, un bamboleo que también se traslada al plano cada vez que la cineasta dirige su mirada a los ojos de buey de la embarcación, otorgando así una conciencia a su aparato fílmico que no podría ser más reveladora. Y es que en Human Flowers of Flesh puede caber la fascinación por la extrañeza que provee un ejercicio insólito, la distancia ante aquello que nunca alcanzamos a anhelar, o incluso la desidia de un microcosmos que no llega a desplegar por completo su pulsión hipnótica, pero ante todo nos encontramos ante una obra tan personal, ensimismada y, más importante si cabe, convencida que bien merece la pena intentar perderse en su incesante vaivén.
Larga vida a la nueva carne.