Repose en paix, prof
El del recién fallecido Jean-Luc Godard siempre fue el cine de un rebelde. He aquí un ‹enfant terrible› que devino uno de los prefectos de la ‹Nouvelle vague› para luego convertirse en uno de los intelectuales más renombrados de la segunda mitad de la pasada centuria. En el monográfico sobre su obra, David Sterritt indica dos de las características primordiales que empapan sus películas, como es el amor hacia la espontaneidad y el rechazo de un ‹storytelling› transparente, con todas las posibilidades técnicas y narratológicas que esto implica.
La maravillosa, redonda y cubista Una mujer casada se enmarca en la primera etapa creativa de Godard, un autor que se mantuvo rupturista, que no radical, en absolutamente todas las épocas en las que dirigió. El film destina sus recursos y artificios a una diégesis que recubre unos pocos días, de forma similar a la restricción temporal que la coetánea Agnès Varda se autoimpuso en su obra maestra, Cleo de 5 a 7. Una mujer casada, estrenada en 1964, sigue a Charlotte, una ciudadana parisina que se cuestiona sobre su felicidad y a la que empezarán a asaltarle dudas sobre su estabilidad familiar. En esta ocasión el director dibuja un triángulo amoroso prototípico de su escuela francesa, y que cada autor, desde Truffaut y Godard hasta Rohmer y Garrel, han abordado bajo unos códigos propios. Godard, de tanto en tanto, congela el desarrollo lineal de la escena para lanzar una idea al aire o transmitir una reflexión publicitaria o filosófica. Si en el cine clásico Fred Astaire y Ginger Rogers convertían los bailes en pausas dramáticas que favorecían la toma en continuidad, Godard utiliza los tiempos muertos como un acto de quiebra con el marco clásico, por medio de intervenciones textuales y autoconscientes inyectadas en los resquicios del relato. Esta película, rebosante de autenticidad y lamida por un erotismo liso, es de las que más se preocupa por explorar los márgenes del encuadre. De hecho, más que un film son los pedazos de él, una labor deconstructiva que piensa en el discurso cinematográfico como un cuerpo que interactúa con sus propias partes. El gran giro de Una mujer casada, si es que puede denominársele como tal, no sucede hasta bien pasada la primera hora de metraje, otra consecuencia del deseo “godardiano” de diversificar la gramática del cine hacia caminos inauditos, como por ejemplo, la construcción de un anticlímax.
Los grandes estudiosos del realizador, desde Sterritt hasta Alain Bergala, señalan que su evolución es inseparable a las derivas de la imagen en las últimas décadas, pensemos en la aparición del vídeo, el 3D o Internet. No es baladí que el cineasta fuese uno de los escasos que desentrañó un propósito expresivo a las tres dimensiones, con el caso de Adiós al lenguaje como ejemplo manifiesto. Por no mencionar sus propuestas para la televisión, como su pieza serial Historie(s) du Cinéma, que junto a Shoah es sin discusión una de las aportaciones para la pequeña pantalla más cruciales del siglo XX. En ella, el director de Al final de la escapada reemprende la conciencia dialéctica de las imágenes, reinscribiendo el pensamiento audiovisual en la lógica “benjaminiana” y aullando entre lamentación, colisión y advertencia. ¿Qué será de las imágenes cuando ya pierdan su molde y se multipliquen sin responder a ningún estímulo, dialogando unas con otras mientras prescinden de una mano que les dé vida? Y acertó de pleno.
En un tiempo de plataformas, contenido y consumo narcotizado, la visión de este artista es una de las que más conviene reestablecer. Para Godard el cine era artesanía, fabricación, trabajo manual y por encima de todo, verdad. Análogamente a Griffith o a Bergman se consolidó como un gran retratista de personajes femeninos, que si bien su visión masculina ahondaba más en la teoría, el ‹voyeurismo› y en lo puramente físico, demostró una suave y entrañable habilidad para relumbrar la fotogenia de Brigitte Bardot, Anna Karina o Macha Méril, protagonista de Una mujer casada. Fue un director del montaje, el ritmo, las brechas, las fragmentaciones y las discontinuidades. Entendió desde un principio que el cine nació como un arma de doble filo: como un juego infantil pero también como un reclamo feroz. Un vehículo hacia lo políticamente esencial del ser humano, la maquinaria mejor dotada para hacer tragicomedia, un mecanismo serio y burlesco al mismo tiempo.
Ahora que el maestro Jean-Luc Godard nos ha dejado, el cine habrá renunciado a uno de sus principales timones. En Historie(s) du Cinéma y en sus escritos para Cahiers hizo hincapié en el concepto “hegeliano” de la muerte del cine, que no desaparición Si las defunciones de Pasolini y Fassbinder denotaron un cierre simbólico para la modernidad, la de Godard significa una fuerte obstrucción del cine para seguir proyectándose en su hábitat natural, es decir, la sala oscura.
Pero como la historia nos ha demostrado, este arte nunca muere, sino que pervive bajo formas distintas, que no son otra cosa sino la síntesis no violentada de aquello que queda disperso. Por esa razón los cineastas son importantes, ya que encuentran el modo de amasar los materiales y a través de la técnica y la sensibilidad construyen su mirada y enlazan sus ideas a través de las imágenes. Esperemos que el fantasma del gran hacedor de la cinematografía gala siga pululando entre las voces que aún confían en la imagen en movimiento como una herramienta singular. Esto es, en el cine como algo que reclame identidad sólo consigo mismo.