James Whale fue uno de los principales renovadores del lenguaje cinematográfico del cine estadounidense. Británico de nacimiento, el joven Whale despuntó a finales de los años veinte en la escena británica, siendo responsable de algunos de los montajes de mayor éxito representados en el West End londinense. La peculiar geometría que ostentaban las representaciones dirigidas por el autor de Frakenstein llamó poderosamente la atención de los productores de Broadway que apostaron por trasladar la afilada mirada de Whale, siempre crítica contra los convencionalismos sociales no cabe duda que en virtud de su tendencia sexual la cual era un tabú en unas islas infectadas de la puritana tradición victoriana, a tierras estadounidenses. La poderosa y visionaria concepción artística que sustentaba el arte de Whale no pasó desapercibida tampoco para los Reyes Midas de Hollywood. De modo que al año siguiente de aterrizar en Nueva York el autor británico emigró a California, firmando un contrato con los Estudios Universal, alzándose a los pocos años de su arribo en la estrella de la compañía especializada en cine fantástico y de terror.
En este sentido, el género de terror constituyó una perfecta plataforma donde verter los fantasmas y obsesiones de un Whale quien asimismo logró desatascar las rigideces presentes en los agarrotados montajes escénicos propios de los melodramas y comedias del primitivo cine sonoro estadounidense, imprimiendo gracias a la introducción de unos modernos y arriesgados movimientos de cámara ese ritmo frenético y vanguardista preciso para rejuvenecer un séptimo arte al que aún le costaba desprenderse de ciertas manías merced al miedo existente que impedía arriesgar en lo que respecta a la construcción de la estructura cinematográfica. Sin embargo, a pesar de su impronta pionera, los problemas mediáticos que acarrearon a Whale el hecho de manifestar abiertamente su homosexualidad cortaron de raíz una espléndida y coherente carrera que tan solo abarcó diez años de profesión, dejando huérfano al público de uno de esos autores que de haber continuado filmando en los años cuarenta y cincuenta seguro hubiera inyectado unas lacerantes dosis de vanguardia capaces de anticipar los posteriores reflejos de ruptura ligados a las novedosas corrientes iconoclastas surgidas en los años sesenta.
Compartiendo año de producción con la legendaria El hombre invisible y después del éxito de masas obtenido en los dos años precedentes con Frankestein y El caserón de las sombras, Whale decidió regresar a sus orígenes teatrales, cincelando una especie de vodevil escenico de serie B poseedor de un llamativo tono policíaco basado en un montaje escrito por el dramaturgo húngaro Ladislas Fodor. Pero debajo del disfraz de pasatiempo superficial con el que aparentemente se construye el film, la trama de Un beso ante el espejo escondía una fábula amoral y políticamente incorrecta, no exenta de cierta misoginia que a los ojos de un público contemporáneo podría resultar hiriente, que sustenta su colorido en una historia que pivota alrededor de la infidelidad como enfermedad crónica imposible de curar en el sacramento del matrimonio.
La cinta arranca con una escena de ambientación onírica, que evoca asimismo a los primeros minutos de La novia de Frankenstein, construida con las poderosas armas artísticas presentes en los artificiosos escenarios de cartón piedra diseñados por los talentosos profesionales de los estudios hollywoodienses. Apoyándose en un montaje frenético beneficiado por unos virtuosos movimientos de cámara a bordo de grúa, Whale perfilará con un par de brochazos de inspiración a los dos personajes que dan pie al desarrollo de la trama; la bella Lucy (Gloria Stuart) quien amparada por las sombras del atardecer alcanzará la residencia de su joven amante (interpretado por un joven Walter Pidgeon) con intención de dar rienda suelta a su pasión desenfrenada en una noche de placer sexual sin ataduras. Con un marcado carácter propio del cine pre-code, Whale pintará una bella escena de infidelidad adornada por una insinuante melodía musical que acompañará en todo momento el caminar de los amantes por los aposentos donde parece tendrá lugar el pecado capital.
Pero la tranquilidad exhalada de esta secuencia de apertura será interrumpida bruscamente por la aparición del marido de Lucy en medio del bosque que rodea el hogar de su amante. Así, una sombra ataviada con una misteriosa gabardina y una amenazante pistola perteneciente a Walter Bernsdorf (Paul Lukas) irrumpirá en escena disparando e hiriendo de muerte a su infiel esposa. El cruel asesino expiará su pecado acto seguido telefoneando a la policía para informar a la misma de la comisión de su delito.
Esta carta de presentación dará paso a la pintura del perfil de los dos personajes que sustentarán la espina dorsal de la fábula cincelada por Whale. Así el famoso abogado Paul Held, amigo íntimo del acusado Bernsdorf, decidirá asumir la defensa de su colega. Con objeto de obtener la información precisa para diseñar su alegato de defensa, Paul sonsacará al acusado Walter los hechos que le incitaron a cometer el asesinato de su esposa; el descubrimiento, —merced a la actitud de su mujer acicalándose delante del espejo evitando todo contacto con su esposo recién llegado de su trabajo de manera sorpresiva—, de la escapada de su cónyuge con destino a la habitación de su joven amante. Este relato será hilado por Whale mediante un portentoso flash back insertado en el devenir de la historia con su habitual talento natural.
Partiendo de la exposición de este supuesto de crimen pasional, Paul asumirá la defensa del caso como una cruzada personal, adentrándose así en una esfera psicológica que poco a poco irá minando su estabilidad emocional. De este modo, la confiada personalidad de Paul derivará hacia un terreno plagado de desconfianza y sospecha, ligando su investigación con su propia vida personal en el momento en el que observa como su mujer Maria se arregla y maquilla delante del espejo de su habitación para acudir a su habitual visita vespertina para tomar té en casa de una amiga. Sin embargo, la conexión que Paul establecerá entre los acontecimientos que derivaron en la comisión del delito por parte de su amigo Walter con el talante adoptado por su mujer, implicarán que en la mente del abogado empiecen a brotar sombras de sospecha acerca de una presunta infidelidad de su esposa. Adulterio que efectivamente Maria lleva cometiendo desde hace meses con un joven gigoló que apacigua sus instintos primitivos en virtud de la ausencia del nido conyugal de un Paul anclado en un asfixiante ritmo de trabajo incompatible con la convivencia familiar.
El descubrimiento de la traición de Maria insuflará en Paul unas inquietantes ganas de asesinar a su esposa. Así el letrado urdirá un siniestro plan para acabar con la vida de su traicionera compañera coincidiendo con el momento que culmine el juicio en el que se halla inmerso. ¿Cumplirá Paul sus ansias de vendetta?
A través de un argumento de clara inspiración teatral poseedor de un perverso halo misógino, Whale construyó una obra entretenida y muy solvente en la que no existe hueco para el aburrimiento ni la pausa. Y es que los escasos setenta minutos de metraje del film son suficientes para tejer una fábula oscura y sombría capaz de lanzar un agudo mensaje amoral vertebrado alrededor de las traicioneras y manipuladoras armas que detenta el género femenino para salvar la cárcel posesiva y opresora inherente a la institución del matrimonio. Ciertos pasajes de la cinta parecen justificar el asesinato cometido por un hombre herido en su orgullo varonil, siendo éste una víctima del suplicio que supone la revelación de la deslealtad femenina, aspirando de este modo un mensaje políticamente incorrecto y subversivo, totalmente anclado en la época de producción de esta pionera obra del melodrama policíaco estadounidense.
Fiel reflejo de su tiempo, los pequeños tics autoritarios que desprende el guión no son óbice para engrandecer el resultado de una pequeña joya cincelada con mano maestra por un James Whale quien se apoyó en la espléndida fotografía de Karl Freund para inflamar, con la elegancia inherente a los genios que modernizaron el lenguaje cinematográfico, el ambiente emocional de la película merced a una puesta en escena de reminiscencias góticas que no deja nada en el tintero. En este sentido, a pesar de los aparentes escasos medios económicos con los que contó Whale para sacar adelante este proyecto menor, la habilidad del autor de La novia de Frankenstein para alcanzar excelsos resultados contando con pequeños armamentos se hace patente en una sinopsis que partiendo de una aparente sencillez dogmática logró estructurar toda una galería de personajes propensos a la complejidad emocional, manifestando pues la predisposición de Whale al empleo del humor muy negro como instrumento de mofa de las miserias de esa burguesía que camina por las cómodas vías del reconocimiento social, escondiendo dentro de los armarios de sus hogares unos conflictos morales plagados de perdición y perversidad.
Si bien Un beso ante el espejo ostenta esa tonalidad menor patente en el recorrido de una carrera indispensable para entender el cine de género americano del siglo XX, la misma asoma igualmente como una extraña pieza de museo poseedora de unas aristas pulcras y resistentes a la obsolescencia, que permiten analizar la incisiva y moderna mirada de un genio visionario para el que la vulgaridad y la mediocridad no tenían razón de ser. Sin duda Un beso ante el espejo representa esa inspección primaria que tuvo lugar en el primerizo cine sonoro de los años treinta capaz de introducir ciertos ingredientes de experimentación incluso en esas pequeñas obras de relleno que anticipaban el visionado de una gran producción de estudio. Una pena que la presencia de Whale en el séptimo arte solo abarcara una escasa década.
Todo modo de amor al cine.