El soberbio Mervyn LeRoy fue uno de esos nombres imprescindibles que dieron lustre y lo mejor de sí durante la época de esplendor de los grandes estudios de Hollywood. Sin embargo su figura se mantiene en un discreto segundo plano en relación a otros colegas coetáneos que gozan de esa popularidad tan difícil de conservar en el tiempo. Su carrera ostenta obras luminosas producidas sobre todo durante las décadas de los treinta y cuarenta y también alguna perla forjada en las menos llamativas décadas de los cincuenta y sesenta. Cultivó todo tipo de géneros siendo parte integrante de ese grupo de artesanos que florecieron en la época de oro del cine estadounidense cosechando resultados notables rozando el sobresaliente en la mayoría de los casos. LeRoy dio sus primeros pasos en Hollywood en los pasillos de la Warner Bros donde ejerció como director estrella en los primeros años treinta en virtud de la fructífera colaboración que desempeñó con un actor feo, bajito y de origen rumano que respondía al nombre artístico de Edward G. Robinson. Un rostro ideal para esa atmósfera, —como la que existía en los EEUU de esos primeros años treinta totalmente demolidos por los efectos del crack del 29 y la posterior Gran Depresión que tuvo lugar— deprimente, fatalista y absorbida por un espíritu de derrota y depravación morada por unos ciudadanos que exigían contemplar en pantalla la cara menos amable de una sociedad castigada por la ambición, la avaricia y la falta de escrúpulos inherente a los vicios del sistema capitalista.
De este modo en 1931 la pareja LeRoy-Robinson edificó su primera colaboración con la magistral Sed de escándalo, un sólido y poderoso drama periodístico que destapaba la corrupción presente en un universo articulista que prestaba más importancia al sensacionalismo barato y a la tergiversación de los hechos con un objetivo claramente fiduciario que a la narración de la verdad. El éxito de este primer encuentro continuó gracias al siguiente proyecto del dúo: la legendaria Hampa dorada, sin duda una de las cintas imprescindibles y de prestigio incluida en cualquier manual de cine negro que se precie e igualmente una de las obras que marcó el devenir de ese cine de gánsters de los treinta que en cierto sentido adquiría el enfoque de una cristalina radiografía, a través de la narración del ascenso y la caída de un ambicioso criminal desde sus inicios hasta su trágico final, de la decadente y degradada sociedad americana nacida de las semillas de la Gran Depresión.
Así, al año siguiente de estas dos obras imperecederas de la historia de Hollywood la pareja volvió a reunirse con objeto de cincelar una especie de fábula moral en la línea de las dos cintas anteriores, pero desde una perspectiva radicalmente divergente. En este sentido, Two Seconds adquiere las dimensiones de una cinta de bajo presupuesto producida por la principal filial de la Warner —La First National Pictures, compañía responsable de títulos emblemáticos como Doctor X, La escuadrilla del amanecer o G Men— que a pesar de su escaso metraje y de la apreciable carencia de medios presupuestarios aspiraba a lanzar un afilado retrato alrededor del ambiente achacoso y amoral existente en esa ciudad de Nueva York de principios de los treinta plagada de unos habitantes extranjeros de sí mismos abandonados pues a la indecencia y al desenfreno. Una sociedad hilvanada con un hilo que exaltaba los más bajos instintos donde la injusticia campaba pues a sus anchas en esa delgada línea que distingue lo justo de lo injusto.
Y es que Two Seconds es una de esas pequeñas cintas que no dejan espacio para la esperanza, siendo por tanto el fatalismo y la mala ventura en la que naufragará uno de esos ciudadanos normales que vertebran la civilización el eje en el que se vierte una trama tan ambigua como turbia. La cinta arrancará mostrando a un grupo de periodistas que acuden a presenciar la ejecución de un reo en la silla eléctrica: John Allen (Edwar G. Robinson). Entre este grupo de profesionales,la cámara se fijará en un joven reportero al que se le nota inquieto y asustado pues nunca ha sido testigo de una ejecución en directo. Intimidado por la situación, el novato preguntará al verdugo cuanto tarda un hombre en morir una vez conectada la silla eléctrica, siendo la respuesta de este último que transcurren dos segundos desde que el reo siente la mortífera corriente en su cuerpo hasta que su estado mental se extingue. Dos segundos en los que los recuerdos de la vida pasada del acusado pasan en un abrir y cerrar de ojos a través de su mente.
Esta frase dará paso a uno de los flash back más prodigiosos de la historia del cine, en el momento en que aparece en pantalla John Allen para ser sentenciado a muerte. La acción de la palanca de la silla eléctrica desencadenará por tanto la memorización de los hechos que ocasionaron la imputación del protagonista. Dos únicos segundos que en tiempo cinematográfico tornarán en una brillante y ágil narración poseedora de ese dinamismo y velocidad propias de una cinta de principios de los años treinta, esto es, esa parábola que no apostará por reflejar pequeños capítulos sin importancia para ir directamente al grano con una contundencia que no deja nada a la zaga ni a la improvisación.
Acto seguido la cámara viajará al pasado para presentarnos al personaje del que acabamos de asistir a su ejecución. Éste aparecerá como un trabajador de la construcción que labora en unos peligrosos andamios en las alturas de un incipiente rascacielos, compartiendo tiempo y espacio con su compañero de fatigas y de apartamento Bud Clark (Preston Foster). Mientras que Bud exhibirá un carácter alegre, despreocupado y extrovertido —comprobaremos más adelante que debido al éxito que este tiene con el género femenino—, Allen por contra ostenta un carácter retraído, mojigato, excesivamente prudente y auto-reflexivo, hecho que castiga su mente con pensamientos típicos de una persona insatisfecha con su vacía existencia. Allen será dibujado pues como la figura de ese perdedor que pasará la vida trabajando sin disfrutar ningún tipo de diversión merced a su inexistente atractivo.
Así, tras el fracaso de una de las citas diseñadas por Bud, nuestro pequeño héroe decidirá acudir a un salón de baile donde conocerá a una bella bailarina llamada Shirley (Vivienne Osborne) hacia la que el ingenuo John sentirá una extraña atracción desde el momento en que la elegirá como pareja de baile. Tras una pequeña conversación sin importancia, Allen defenderá a la joven de un cliente que intentaba propasarse con ella. La acción valiente y violenta de éste provocará el despido del salón de baile de Shirley, hecho que comprometerá a Allen a cuidar de la muchacha, tomándola así a su cargo.
Tras un breve cortejo, el ingenuo protagonista será seducido por Shirley, una mujer pintada como una vampiresa que pretende aprovecharse del buen corazón de su víctima, de modo que después de una noche de borrachera ambos contraerán nupcias. Si bien Bud calará pronto a la mujer de su amigo avisando al mismo por tanto del error que acaba de cometer. Sin embargo, durante una discusión en las alturas del rascacielos donde trabajan, Allen empujará sin querer en un arrebato de ira a su colega Bud quien caerá al vacío muriendo en el acto. La muerte de su compañero incitará una espiral de locura en John que le arrastrará hacia un camino de perdición y violencia.
Two Seconds se eleva, más de ochenta años después de su producción, como una intensa fábula moral inserta en la crepuscular sociedad americana acuciada por la Gran Depresión. Es cierto que su escasa duración puede desencadenar la sensación de que los acontecimientos narrados suceden a una velocidad de vértigo, con nulo espacio pues para el descanso y la reflexión. Igualmente el guión incluye ciertos pasajes gratuitos e irreales con la intención de permitir avanzar hacia delante una historia que no tiene permiso para detenerse en conversaciones sesudas o en profundas descripciones de personajes secundarios. Pero ello no es óbice para mermar el resultado global de una cinta que convierte a la ambigüedad en su seña de identidad. Un carácter torcido apoyado en una puesta en escena muy seca y abrupta, quizás muy influenciada por cierto estilo teatral, que apuesta todas sus cartas en el rostro desencajado de un Edward G. Robinson que anticipa en este papel ese rol de pobre hombre atrapado en las redes de una femme fatale sin escrúpulos impulsada por sus ansias de poder y ascenso social que posteriormente explotaría Fritz Lang en las inolvidables La mujer del cuadro y Perversidad.
De este modo la película va acrecentando su valor a medida que el personaje de Robinson va embrollándose en un callejón sin salida causado por la pérdida de consciencia que el amor desesperado y enfermizo ocasiona en ese aburrido John Allen. Por consiguiente, la atmósfera va oscureciendo su tono conforme Allen se introduce en ese laberinto cincelado por la cínica Shirley, hecho que advertirá del nefasto destino que espera a este pobre hombre enamorado incapaz de no morder la manzana ofrecida por esa serpiente rubia de caderas relucientes. La cámara de LeRoy se deslizará en paralelo a la enajenación mental sufrida por Allen, siendo especialmente destacables dos secuencias alegóricas. La primera será la de la llegada de Shirley al domicilio conyugal una vez contraídas nupcias con su inocente mártir. LeRoy culminará la secuencia con un espléndido plano frontal que exhibirá a G. Robinson encerrado entre las rejas de la cabecera de su cama. La segunda será la secuencia final, donde un desesperado acusado pronunciará un poderoso monólogo ante el tribunal que le juzga entre luces y sombras. La tenúe iluminación de esta escena revela el fatal destino que espera al inculpado. Un monólogo muy equívoco y políticamente incorrecto que puede chocar a un espectador contemporáneo.
Y es que Two Seconds desprende una misoginia ciertamente aterradora. Sí. Los hombres son mostrados como unas víctimas propiciatorias de esas mujeres fatales que plagan las ciudades en busca de alimento a costa de esos imprudentes que caen en la tentación. Las pocas y seductoras mujeres que aparecen en la trama adoptarán la efigie de unos seres desalmados y aprovechados que arrastrarán a la perdición a unos protagonistas incapaces de manejar las turbias intenciones de unas féminas anhelantes de satisfacer sus caprichos terrenales. Pese a que este tono misógino puede espantar a más de uno, la nota final no puede ser más interesante y atractiva, siendo una de esas obras que a través de una sencilla historia cotidiana derretirá una compleja y oscura reflexión acerca del carácter deprimente presente en una sociedad infectada de esas enfermedades invisibles que atenazan y oprimen a esas clases medias ahogadas en su lucha por sobrevivir.
Todo modo de amor al cine.