John Huston fue uno de los autores más heterogéneos, completos y personales del cine estadounidense del pasado siglo. Tocó prácticamente todos los géneros, y casi siempre con fortuna: el cine negro, el melodrama, el drama de época, el musical, el cine de aventuras, el cine bélico, la comedia, el ‹biopic› y hasta el cine deportivo. También el western, por supuesto, aunque únicamente en dos ocasiones: Los que no perdonan y El juez de la horca. La segunda se enmarca dentro de la etapa de madurez del cineasta, probablemente aquella en la que pudo trabajar de forma más libre e independiente. Los setenta y los ochenta fueron décadas de cambio y reformulación para Huston, que progresivamente fue pariendo filmes cada vez más extraños, insobornables y ariscos, hasta llegar a esa cinta testamentaria, compacta, sabia y bellísima que es Dublineses (Los muertos), quizás la cima de toda su carrera.
Pero este cambio de voz, este periodo de búsqueda que comentamos, ya tuvo su etapa gestante en la década de los sesenta, donde un cine aún ligado al sistema de estudios se empezaba a contaminar con interferencias netamente “hustonianas” que lo enrarecían y le aportaban su singular fuerza. Y no es que en su obra previa no pudiesen hallarse rasgos de su carácter o detectarse preocupaciones u obsesiones temáticas propias (la codicia, el ansia de aventura, el paso del tiempo o la poética del perdedor fueron temas que se repitieron de forma constante en su cine, de El halcón maltés a Moulin Rouge, pasando por El tesoro de Sierra Madre, Cayo Largo, La reina de África o La jungla de asfalto), pero todas adoptaban unas formas narrativas fundamentalmente canónicas.
Pues bien, la hoy un tanto olvidada Los que no perdonan (1960) se sitúa en un punto intermedio entre ambos registros “hustonianos”: por una parte propone una voz narrativa clásica, que encuentra y perpetua el lenguaje prototípico del western (espacios, personajes y situaciones fuertemente anclados al género); por otra, se atreve con una temática racial abordada de forma ambigua y compleja, de tratamiento anómalo y aire casi introspectivo. No llega a los niveles de extrañeza de El juez de la horca (que utilizaba la iconografía del western para forjar un humor entre marciano y crepuscular, de fines desmitificadores), pero a su modo es igual de rara y, digámoslo ya, mejor.
En ella, como en Centauros del desierto, las nociones de desarraigo y pertenencia centran el conflicto de la película, cuya resolución pasa por la violencia. El resultado es peculiar y desconcertante: el film nos habla de integración y convivencia interracial, pero también de la necesidad de enfrentarse al otro (al diferente) para reafirmar nuestra propia identidad. Evitando empantanarse en un ideario progresista que tergiversara la propia mentalidad de la época representada (y, por qué no decirlo, la de un Hollywood al que aún le costaba reconocer la humanidad de la comunidad india), la cinta de Huston permite la posibilidad de una lectura xenófoba y reaccionaria que no creo que exista realmente.
La clave está en un diseño de personajes verdaderamente elaborado, caracterizado por una notable complejidad psicológica. No hay buenos o malos: hay personajes con miedos y contradicciones. El propio Burt Lancaster contradice el arquetipo del héroe comportándose, por propia convicción, como un villano. En su forma de actuar lo correcto y lo incorrecto llegan a confundirse. Hay algo muy bárbaro y primitivo en su interés por proteger al personaje de Audrey Hepburn, al igual que lo hay en los indios en su afán por recuperarla. En cierto modo, son dos caras de una misma moneda, dos imágenes simétricas reconociéndose en un odio antiguo y, en el fondo, irracional. Aquí los indios no son más bárbaros que los blancos; de hecho, son estos últimos los que masacran, destruyen e imponen su cultura a través de la violencia. A la película no le interesa, pues, ensalzar ni la conquista de un territorio ni la dominación de una raza perversa; no quiere demonizar a los indios (tampoco lo contrario), sino plantear una reflexión sobre la naturaleza y fundamento de la xenofobia. ¿Si algo que es blanco te dicen que es negro, dejarás de verlo de ese color?
Huston habla de todo ello de forma artera y penetrante, sin renunciar a momentos de turbiedad y emoción como aquel en el que se procede a la ejecución del viejo forastero, ese extraño personaje que parece un fantasma “shakespeareano” dispuesto a rendir cuentas con el pasado, mientras corroe con su odio la coraza de los protagonistas hasta dejarlos desnudos frente a esa incómoda verdad que constituye el núcleo de la película. A partir de ahí, todos los personajes se oscurecen. También el de una Audrey Hepburn confusa y atormentada por el rechazo de los demás. La escena en la que debe decidir a qué bando pertenece no deja de tener un componente perverso y polémico, pero Huston no lo enfatiza, más bien al contrario, lo maquilla recurriendo a un desenlace falsamente feliz, porque los personajes han tenido (y este matiz imperativo es lo que parcialmente los disculpa) que atajar por el camino más sangriento y mezquino para alcanzar sus objetivos.
Como dijimos anteriormente, a veces cuesta discernir entre lo moral y lo inmoral. Pero en la vida también pasa. Huston probablemente lo sabía. Sabía que quería transmitir los peligros de la intolerancia y del odio, y los transmitió contundentemente, pero también sabía que no hay soluciones sencillas a problemas complicados, y que su película, más que un panfleto ejemplarizante, debía ser un estudio sobre la naturaleza del ser humano. Y lo fue. El resultado es un western regio y reposado, de poética hosca e incómoda, recorrido por oscuras corrientes de violencia y animado por personajes que podrán gustar más o menos, pero que se sienten fundamentalmente vivos, que nos hacen pensar.