Me encanta Fred Zinnemann. Me parece uno de los directores fundamentales de la historia del cine, no siempre reconocido como merece, poseedor de una filmografía sólida, variada y contundente como pocas. A él pertenecen varias de las películas esenciales que forjaron mi incipiente cinefilia, fomentada gracias a la labor formativa de un mítico programa de Televisión Española, a saber, el legendario Qué grande es el cine. Dichos films son Hombres, Chacal, Un hombre para la eternidad, De aquí a la eternidad y Solo ante el peligro. Zinnemann perteneció a esa generación de realizadores europeos (austríaco en el caso de Fred) que consiguieron mezclar el vigoroso estilo estadounidense con la visión marcadamente europea de hacer cine, dando lugar gracias al tesón y la pasión puesta de manifiesto por estos autores a la época dorada de Hollywood.
En esta ocasión aprovechamos nuestra sección de obras menores para incluir una película que me tiene absolutamente enamorado desde que la visioné la semana pasada: la maravillosa y emocionante Los ángeles perdidos, película no muy conocida ni mencionada entre los clasicomanos a pesar de que se trata nada menos que la película que supuso el debut como actor de cine de Montgomery Clift. Fue realizada en 1948 con el inconfundible sello de la Metro Goldwyn Mayer (MGM), lo cual asegura una puesta en escena técnicamente perfecta dotada de encuadres milimétricos, una dirección de producción de alta escuela, la presencia de emblemáticos actores secundarios (siendo especialmente relevante en este sentido la inclusión en el casting de Aline MacMahon y Wendell Corey) y una fotografía en blanco y negro con predominio del plano americano en el que la cámara se mueve como un halcón silencioso para situarse siempre en el lugar del plató que confiere mayor belleza a la secuencia filmada.
Pero sin duda, lo que convierte a esta película en una singular rareza respecto a las producciones MGM de la época y le otorga un escalofriante realismo es la filmación en escenarios naturales del Berlín ocupado por las tropas estadounidenses (parte de las escenas de la película se rodaron en el Berlín destruido no sólo arquitectónicamente sino moralmente por los bombardeos) predominando un estilo marcadamente documental en los primeros compases de la cinta al contar con la presencia en el reparto de unos pequeños actores que parecen recien liberados del más cruel campo de extermino (despeinados, desharapados, famélicos, de mirada triste y perdida) plasmándose de este modo el horror de la guerra en sus depresivos rostros. Infantes que se mueven como si fueran zombis de pequeña estatura vagando sin rumbo de centro de acogida en centro de acogida. De hecho la primera secuencia de la película hiela la sangre al mostrar a un pelotón de niños hacinados en el estrecho vagón de un tren que arriba a una zona controlada por el ejército americano para ser trasladados a un centro de acogida para su identificación e intento de localización de sus posibles familiares.
El cineasta austríaco aprovechó su retorno a tierras europeas para reflejar la devastación urbanística del Berlín de post guerra, tal como ya lo habían retratado Roberto Rossellini en Alemania año cero o Jacques Tourneur en Berlín Express. Las secuencias documentales filmadas a bordo de un automóvil que recorre los vecindarios destruidos por las bombas confieren a la cinta un tono de documento histórico imprescindible y fascinante para los aficionados a las historias ambientadas en el entorno de la II Guerra Mundial. E igualmente inolvidable resulta la primera aparición en pantalla de Monty Cliff a bordo de un potente jeep militar investido con el uniforme marcial americano. A pesar de tener un papel secundario en relación al auténtico héroe de la cinta que no es otro que el niño protagonista, su interpretación es sencillamente magistral rociada de un misticismo que solo ampara a las grandes estrellas. Sin duda el chico apuntaba maneras.
La sinopsis es fácil de resumir: un grupo de niños supervivientes de los campos de exterminio, de nacionalidad checa y polaca mayoritariamente, aterrizan en un centro de acogida regido por el ejército norteamericano. Los desorientados y atemorizados niños apenas son capaces de articular palabra ante las incisivas preguntas de los oficiales del ejército que tratan de adivinar la identidad de los pequeños. Uno de estos niños, con un código de identificación tatuado en su pequeño brazo, es incapaz de comunicarse, ni siquiera emitir algún sonido inteligible lo que incita a creer a los funcionarios del ejército que se trata de un huérfano con graves problemas psicológicos. Sin embargo el pequeño es el único sobreviviente de un campo de concentración, junto con su madre, de una familia checa capturada por los nazis.
Aprovechando un traslado en camión hacia otro centro, el pequeño protagonista de la historia huirá junto con un compañero de la vigilancia de los miembros del ejército hasta alcanzar la orilla de un río. Mientras que nuestro héroe logra cruzar a la otra orilla su amigo se ahogará en el intento, si bien los oficiales darán por muertos a ambos chavales. Sin embargo el pequeño fugitivo es recogido por Ralph Stevenson (interpretado por el mito Cliff), un oficial americano de carácter amable y humanista. Ralph siente de inmediato una cercana simpatía por el niño extraviado, ejerciendo de padre adoptivo del pequeño. En paralelo Zinnemann narrará la epopeya de la madre del infante en su afán por encontrar a su retoño, la cual perderá la esperanza de encontrarle con vida puesto que en el centro infantil del cual escapó creen que el niño falleció ahogado. La madre paliará su desconsuelo trabajando en el centro para surtir de apoyo moral y cariño a los niños que habitan el mismo.
De este modo Zinnemann elabora una bellísima fábula en la cual el niño envejecido por la muerte y la guerra recuperará su infancia gracias a los cuidados del oficial Stevenson y por otro lado la madre inicialmente ilusionada por reencontrarse con su hijo calmará su abatimiento convirtiéndose en la madre adoptiva de los huérfanos de cariño materno. Las separación emocional de madre e hijo chocará en un lugar común al final de la película alcanzando la cinta de este modo uno de los finales más bonitos y sensibles de la historia del cine, de los que hacen brotar las lágrimas incluso en corazones reforzados con una muralla de granito.
Los ángeles perdidos es una película conmovedora (término en desuso debido a la moda actual de primar el fatalismo sobre el optimismo y los buenos sentimientos) y sensible que no sensiblera. Zinnemann logra un acabado compacto y honesto que apuesta por la redención y la bondad como medio de alumbramiento de un halo de esperanza en una sociedad abatida tras la finalización de la más inhumana de las acciones humanas: la cruenta y sanguinaria guerra. El cineasta centro europeo hace gala de un gusto e inteligencia exquisita evitando moralizar y engañar al espectador demostrando que es un narrador único y uno de los más grandes autores del arte cinematográfico.
Por si fueran pocos argumentos culmino la reseña con una pequeña comparación de esta extraordinaria película con otra mítica cinta que para mí es, junto con la protagonista de esta reseña, la que mejor ha sabido reflejar el siempre misterioso mundo de la infancia desde la perspectiva adulta que confiere un suceso tan horrendo como es padecer una Guerra: la obra maestra de Rene Clement Juegos prohibidos. Las dos obras tratan el tema de la pérdida de la inocencia en el marco de la II Guerra mundial, pero desde dos perspectivas radicalmente opuestas. Mientras que en la cinta francesa la niña protagonista realiza un doloroso viaje desde el universo de la inocencia hacia el cosmos adulto al descrubrir su soledad huerfana de padres al ser abandonada en un hospicio de huérfanos de guerra, en la cinta de Zinnemann el viaje recorre el sentido contrario, es decir, el niño que habitaba el crudo mundo de la realidad más sórdida consigue cruzar este doloroso hábitat para retornar al universo infantil, en un primer momento tras cruzar su destino con el sargento Stevenson y en un segundo escalón [Spoiler] después del emocionante y lacrimógeno reencuentro con su madre [/spoiler]. Mientras que Clement opta por el sentido trágico de la guerra, Zinnemann decide apostar por una visión esperanzadora dibujando una bellísima historia que seguramente ofreció el consuelo y el sentido reconciliador que necesitaban las víctimas que sufrieron en primera persona las consecuencias del conflicto armado. Una película que me enorgullezco de denominar con el calificativo de bonita.
Todo modo de amor al cine.
Excelente artículo que expresa lo grande que es esta película, una de las más olvidadas de Zinnemann. Enhorabuena
Muchas gracias. Es una película maravillosa y esperanzadora de un auténtico genio del cine como fue Zinnemann, uno de esos directores que tiene una filmografía magistral como pocas y que sorprendentemente no suele estar incluido en esos famosos listados que se elaboran de vez en cuando sobre los mejores directores de la historia del cine. Creo que es una película que hay que reivindicar y fomentar su visionado. En esta época donde la oscuridad y la depresión parecen ganar la batalla cintas que fomentan la esperanza, el humanismo, la bondad son imprescindibles para demostrar que con buenas acciones el ser humano siempre puede salir adelante. Un abrazo y gracias por sus amables palabras!