Situada en una fase intermedia en su impecable trayectoria, Llamada para un muerto sigue siendo una de esas joyas desconocidas esculpidas en unos heterodoxos años sesenta por un Sidney Lumet que dirigió a principios de esa década algunas de sus mejores y más personales películas. Sin embargo, esta obra de espías y Guerra Fría supuso en cierto sentido un punto de inflexión en la carrera del norteamericano, la cual derivó acto seguido hacia senderos de normalidad y medianía hasta que finalmente un íntegro agente de la policía neoyorquina que respondía al nombre de Serpico acudió al rescate del autor nacido en Filadelfia.
Lumet ya había tocado con excelentes resultados la oscura y gélida temática de La Guerra Fría un año antes con su espléndida Punto Límite, un subgénero que vivió sus mejores momentos en los sesenta con títulos de la envergadura de El espía que surgió del frío, El mensajero del miedo, Siete días de Mayo o la satírica ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú. En este sentido, Lumet decidió continuar con ese tono gélido, pleno de hastío y desengaño, que caracterizaba a estas películas de espías, que no de acción desenfrenada. A ello ayuda el hecho de que la cinta está basada en la primera obra escrita por el ex-diplomático y novelista británico John le Carré, aspecto este que denota la arquitectura tenebrosa, basada en un inteligente y oscuro juego de espías integrado por toda una galería de personajes desencantados tanto con su trabajo como con su aburrida y decadente vida personal, que ostenta el film.
Por tanto, Llamada para un muerto huye de todo símbolo de pasión y espectáculo para abrazar terrenos marcados por ese nihilismo existencial que persiguió a los agentes que batallaron en los invisibles e irracionales despachos de la Guerra Fría. Así, la cinta relata las vivencias de un cansado y veterano agente llamado Charles Dobbs (James Mason), quien se halla investigando a un compañero sospechoso de haber pasado información confidencial al otro lado del telón de acero. Sin embargo, tras haber mantenido una conversación con él en la que nada parecía señalar la culpabilidad del investigado, el sospechoso aparecerá muerto al día siguiente en lo que parece un acto de suicidio. A pesar de que por agotamiento psicológico Dobbs decide presentar su dimisión del cuerpo de espías británico, éste tomará como un asunto personal el esclarecimiento de los hechos que llevaron a cometer suicidio a su antiguo amigo y compañero, adentrándose en colaboración del ex-inspector de policía Mendel (Harry Andrews) en una compleja y confusa investigación en la que harán acto de presencia toda una serie de frikis y embusteros personajes que parecen esconder bajo su fachada de respetabilidad toda una sarta de embustes y traiciones, entre los que destacarán la misteriosa y atormentada esposa del fallecido Elsa Fennan (una escalofriante Simone Signoret), una antigua víctima de los campos de exterminio nazi que bajo su rostro glacial parece esconder una personalidad atormentada y disgustada con los nuevos vientos políticos que parecen asomar en tierras británicas, así como la comparecencia de un extraño asesino que parece observar desde la distancia los diferentes movimientos tomados por Dobbs con objeto de eliminar toda huella de la presencia soviética en las islas.
Pero esta partida de ajedrez se aderezará con la mirada afligida y derrotada de un Charles Dobbs que en paralelo deberá pelear por la supervivencia de su frágil matrimonio con su infiel y ninfómana esposa a la que a pesar de sus traiciones y aventuras sexuales al margen de su vida conyugal, Charles no podrá dejar de amar y perdonar. Aunque su último affaire tenga como protagonista al amigo del alma y antiguo compañero de andanzas en los años de la Segunda Guerra Mundial de su esposo, un joven espía suizo llamado Dieter Frey (Maximilian Schell) quien aparecerá repentinamente en escena no solo para perturbar la estabilidad matrimonial de su colega británico, sino igualmente para inyectar ciertas gotas de intriga en una investigación en la que detrás del responsable buscado por Dobbs podría figurar el sujeto más insospechado.
Lumet, con ese talento innato de uno de los mejores directores de su generación, desnudó las entrañas del espionaje internacional inmerso en plena Guerra Fría, apoyándose en un colorido desmitificador y realista. Construyendo pues una historia íntima y personal que combina con inteligencia una interesante trama de intriga con una desgarradora mirada que hace brotar el vacío que persigue a los protagonistas. Unos personajes retratados con un perfil deprimente y taciturno que permite hacer fluir la trama hacia derivadas más acordes con las de un melodrama intimista que con las de una obra de ritmo frenético y apasionante. Lumet empleará así la investigación iniciada por Dobbs como una especie de Macguffin que posibilita pintar un cuadro crepuscular representado por unas marionetas que participan en un juego donde no puede haber ganadores, sino únicamente perdedores perseguidos por la desgracia y la elegía recreado en una ciudad de Londres fotografiada como un paraje dantesco con olor a azufre y naftalina morada por unas figuras grises e inertes de vida, y donde la soledad será la compañera fiel de los viandantes de una urbe absolutamente deshumanizada por la desconfianza y las mentiras que maneja la vida de sus ciudadanos.
Gracias al compromiso de un reparto que cumple a la perfección con sus respectivos roles en el que sobresale un soberbio James Mason que se mueve como pez en el agua en un papel hecho a su medida donde aterra con su mirada triste y desencantada, Llamada para un muerto brilla con luz propia entre la inmensidad de películas versadas sobre la Guerra Fría que nacieron bajo el paraguas de los hechos históricos que tuvieron lugar en los años sesenta, alzándose como una obra compleja, diferente y absolutamente subliminal, que demuestra que en las partidas de espías jugadas bajo las reglas de los oscuros intereses de la política internacional todos somos víctimas y perdedores. A destacar la maravillosa escena final en la que se descubre quien se halla detrás del traidor. Una secuencia filmada con una fuerza y garra ejemplar que significa todo un homenaje a otra de las grandes cintas de espías de todos los tiempos como es El hombre que sabía demasiado de Alfred Hitchcock y que igualmente supone toda una ofrenda a ese mundo de apariencias donde nada es lo que parece como es el teatro Shakesperiano, sin duda una referencia tomada por los agentes al servicio de su majestad para intervenir con éxito en sus juegos de espías.
Todo modo de amor al cine.