Como buen admirador que me considero del maestro Kenji Mizoguchi, Las hermanas de Gion forma parte del grupo de élite de películas que venero del cineasta tokiota. A pesar de que estéticamente dista de sus grandes obras de la década de los cincuenta ya que ostenta una fotografía carente de primeros planos que causan una sensación de distanciamiento sensorial de las emociones de los personajes, Las hermanas de Gion es una de las cintas más terriblemente personales de Mizoguchi suponiendo una catarsis de sus obsesiones y traumas infantiles provocados por el carácter cruel de su padre suscitado por las condiciones de extrema pobreza en las que creció el pequeño Kenji y cuyas fatídicas consecuencias incitaron la venta de su amada hermana a una familia adinerada para desempeñar el oficio de geisha. El hecho de fijar su mirada en la historia de dos hermanas que han sido vendidas para ejercer la profesión más antigua del mundo está íntimamente conectado con su tortuosa vivencia personal.
Filmada en 1936, en la cinta se atisba la presencia de los tics del cine mudo japonés que Kenji acababa de abandonar para abrazar el sonoro con extraordinarios resultados artísticos. Mizoguchi consideraba a Las hermanas de Gion su primera gran película, es decir, la que ponía el primer peldaño en el inicio de su incipiente carrera de autor de peso en el cine nipón y como no podía ser de otra manera esta sensación propia se corrobora al visionar la obra del japonés. En ella se certifican las pinceladas de cine de autor que impregnan el universo de Mizoguchi: el pesimismo, el desamor, la liberación de la mujer, la crítica al machismo imperante en las tradiciones del Japón más profundo, los amores convertidos en imposibles por los convencionalismos sociales, la crueldad, la hipocresía, los malentendidos y lo que más me gusta de su cosmos, esto es, el tratamiento sensible, profundo y poético del mundo de la prostitución japonesa. Sin duda Kenji fue el mejor exponente de la visión lírica de los miedos, frustraciones y vivencias de las geishas del país del Sol Naciente.
El corto metraje de la cinta no supone obstáculo alguno para desplegar una compleja trama en la que Mizoguchi plasma a la perfección las personalidades contrapuestas de las hermanas protagonistas: la que ostenta Omocha, una mujer moderna de personalidad enredadora, ventajista, ambiciosa y poseedora de un visceral odio hacia el género masculino en claro choque con el carácter resignado, sumiso y tradicional de su cosanguínea Umekichi. Igualmente Kenji logra dibujar un singular cuadrilatero amoroso en el que pivotan las pasiones desbordantes e irracionales de los cuatro personajes masculinos que cruzan sus destinos con las fraternales geishas. El cineasta japonés no es nada complaciente con los hombres que emergen en la trama, describiendo a los caballeros de clase media alta japonesa como unos auténticos borrachos vividores e irresponsables que anteponen el deseo de satisfacer sus más pervertidas necesidades fisiológicas al bienestar de su familia, dilapidando ingentes cantidades de dinero en vicios tales como el sexo y juegos ludópatas, siendo los culpables en gran medida de la existencia de la aberrante, para la dignidad femenina, profesión de geisha.
Del mismo modo fascinante es el retrato que Mizoguchi traza de la supervivencia en las morbosas y oscuras calles del barrio de Gion (el barrio rojo de la ciudad de Kyoto), habitados por meretrices y borrachines que acuden a las turbias casas de chicas de compañía para apagar sus frustraciones en brazos de las profesionales del sexo y que de igual forma magistral reflejó el autor japonés en grandes películas como La calle de la vergüenza o Mujeres de la noche. Todo ello reforzado con magnéticos y serenos planos de interior fotografiados a cámara fija, lo que contribuye a incrementar la sensación de aislamiento social de los personajes.
La película comienza con un magnífico travelling que recorre los rincones de la casa de la familia del señor Furusawa, un antiguo comerciante cuya mala cabeza ha impulsado la quiebra del negocio familiar. La tranquilidad del hogar es interrumpida por la enérgica voz del maestro que dirige la subasta de los bienes de Furusawa, puja con la que el antiguo empresario busca conseguir el dinero suficiente para saldar sus deudas. Harto de los reproches de su familia, el señor Furusawa abandonará el nido familiar para instalarse en casa de Umekichi, una geisha a la que procuró protección económica en tiempos de bonanza que convive con su hermana, también prostituta, Omocha. La reticencia de Omocha, una mujer moderna y embaucadora con un profundo sentimiento de animadversión hacia los hombres y la pobreza, a la estancia del famélico benefactor en su hogar colisionará con la actitud solidaria y agradecida de Umekichi que mira a su antiguo bienhechor con actitud compasiva.
Omocha urdirá una perversa estratagema para impulsar que Umekichi canjee a Furusawa por un adinerado mecenas, arrastrando a la perdición en esta ardua maniobra a un comerciante con querencia al sabor del sake, a un humilde empleado de una fábrica de quimonos y al director de la misma fábrica de ropaje tradicional japonés. Sin embargo los peligrosos juegos de seducción y equívocos que lleva a cabo Omocha se volverán en su contra, estimulando el odio de su hermana y un violento acto de venganza machista ideado por el pusilánime empleado de la fábrica de quimonos. Las sibilinas acciones de Omocha serán castigadas en un despiadado desenlace que reforzará el desamparo que persigue la vida de las geishas. Especialmente escalofriante es el emocionante monólogo final de Omocha que desprende toda la rabia que Mizoguchi guardaba en lo más profundo de su atormentada alma.
Mizoguchi diseña una hermosa historia de redención, pérfidamente catastrofista, de una aguda filosofía oriental plena de diálogos de enorme intimismo y de bellos planos en los que los personajes conversan con total naturalidad y sencillez a ras de tatami. Como si se tratara de una película de cinema verité, Las hermanas de Gion muestra con toda crudeza y sin concesiones, las pésimas condiciones de vida al que estaban abocadas las mujeres que por mediación de la desgraciada providencia acabaron con sus huesos en el malsano mundo de la prostitución. Mizoghuchi no deja resquicio a la esperanza dando por hecho que la lucha y el carácter inconformista carecen de utilidad en el objetivo de desviar el rumbo de la existencia hacia los caminos dorados de la felicidad.
Como toda buena película de Mizoguchi la fotografía en blanco y negro embellece el estilo trágico de la historia fortaleciendo el talante depresivo con el que dota a sus personajes. Resumiendo, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que Las hermanas de Gion resultará de enorme interés a aquellos que desconozcan el cine primerizo del cineasta asiático, dando por hecho que si las barreras escénicas propias del cine de los años treinta son vencidas por los ojos curiosos del espectador, la cinta se convertirá en una de las favoritas de los amantes del cine del maestro llegado del lejano oriente.
Todo modo de amor al cine.