Les ruego me perdonen si me tomo ciertas licencias personales para abrir esta reseña. Sé que mi vida a ustedes les importará menos que una mierda de vaca perdida en el campo, pero he llegado a un momento de mi vida en que la opinión de los demás acerca de mi trabajo, escritos o de mí mismo ha dejado de importarme. Pero no quiero desviarme del objetivo. Siendo aún un niño, mi difunto padre —uno de esos cinéfilos pretéritos— comenzó a embaucarme en su amor hacia el cine. Así, recuerdo esos fines de semana de sobremesa donde alrededor de la mesa familiar devorábamos westerns de Anthony Mann, John Ford, Howard Hawks, Raoul Walsh o comedias de Cary Grant y Danny Kaye. Recuerdo haber visto Casablanca una noche sabatina sin darme cuenta de la maravilla que había tenido la suerte de haber contemplado junto a un amante del cine como era mi progenitor. Sin duda Hitchcock y Capra eran los autores más queridos por la generación de mi padre, y de este modo poco a poco, sin que yo me diese cuenta, me insufló su amor hacia ese cine que en cierto sentido cultivó mi forma de ser.
Sin embargo tuve que despedirme de mi padre demasiado pronto. Su labor de formación quedó inacabada. Sé que muchos autores que él amaba quedaron a la espera de serme descubiertos. Su partida me convirtió en una persona algo introvertida y arisca en esos primeros años de ausencia. Ya no me gustaban tanto las comedias. No entendía porqué este mundo funcionaba así. La felicidad que irradiaba de las películas más amables y condescendientes procedentes de los EEUU no me inspiraban confianza, sencillamente porque sabía que esa realidad que trataban de mostrar era algo falso, aparente. Unas historias deformadas en su inmaterialidad que exhibían familias felices, entornos acomodados y sainetes superficiales cuyo principal objeto no era otro que narcotizar en un ficticio paraíso imaginario a un espectador al que se le trataba de hacer creer que este universo era plácido y feliz, totalmente exento de esos vicios, maldades y corrupciones que los pájaros de mal agüero escupían para inducir al pesimismo a un ser humano que debía luchar con optimismo y buen humor por alcanzar contextos felices.
Y por un casual un día me encontré con Robert Altman y su El juego de Hollywod. Esta película incluía una escena que homenajeaba a una película hasta ese día desconocida por mí: Ladrón de bicicletas. Hipnotizado por las imágenes de la película de De Sica que pude contemplar en la obra de Altman, decidí buscar esta cinta de cine de arte y ensayo italiana. Mi enamoramiento fue instantáneo. El argumento, los parajes y las situaciones de esta obra maestra neorrealista me resultaban cercanos y emocionantes. ¿El neorrealismo? Ese es el cine que deseaba ver. Cine potente, asombroso, hecho con las entrañas, veraz, cruel, despiadado… como la vida misma.
De este modo con tan solo 15-16 años conocí a Roberto Rossellini. El director de Alemania año cero fue en cierto sentido mi guía espiritual y doctrinal durante unos años de adolescencia marcados siempre por la desorientación y el desconcierto. No sé si esto a la larga ha sido provechoso para un servidor. Porque seguir la guía de Rossellini me convirtió en una persona reflexiva e inquieta. Alguien que empatiza demasiado con el prójimo y que por ello suele preocuparse más por los demás que por uno mismo. Porque el individualismo es algo que aborrezco, y sin embargo sé que cultivarlo me hubiera hecho ser más feliz y exitoso en esta sociedad construida bajo la bandera de la soberbia y la osadía frente a la de la humildad y la prudencia.
Sentí una fascinación innata por Rossellini. Su primera obra que pude contemplar fue Roma ciudad abierta y desde entonces mi enamoramiento ha soportado el paso del tiempo, hecho que denota que siempre tendré al italiano en mi corazón cinéfilo. Conecto con la forma de ver el mundo de Rossellini. Ese estilo de narrar siempre ligado a la realidad más grotesca y feroz. Porque el mundo es un habitat inhóspito para el amor y la quietud, siendo la fatalidad y el pesimismo las alusiones vigentes en el ser humano desde la prehistoria. El héroe Rosselliniano vive en continúa lucha contra sus tormentos interiores quebrando los obstáculos que alumbran su camino como buenamente puede, siempre en combate contra las fuerzas invisibles de la corrupción y depravación humana. Esos héroes que toman conciencia de sus carencias emocionales justo al final de su existencia (no hablo solo de la muerte física, sino también de esa muerte moral o familiar presente en las mejores obras de Roberto), abandonando así su efímero mundo con un acto de decencia moral solo al alcance de los referentes del humanismo más puro.
En este sentido he decidido homenajear a mi ídolo reseñando una rareza infravalorada en su trayectoria. Porque La máquina matavalvados tuvo la mala suerte de ser producida en la época de esplendor del italiano —la que abarcó desde Roma ciudad abierta hasta Fugitivos en la noche— y por ello se observa como una pieza extraña y ligera apartada de la línea de autor de uno de esos genios que marcaron una época indeleble en la historia del cine. Así, la cinta fue el siguiente proyecto de Roberto tras rodar junto a la Bergman Stromboli. Igualmente un año después de realizarla, el autor de Desiderio volvió a reunirse con su pareja para filmar otra obra incontestable como Europa 51. El hecho de que La máquina matavalvados se sitúe en medio de estas dos obras maestras ha inducido a la crítica a etiquetarla como una especie de obra de sosiego y asueto encuadrada en un género como el de la comedia absurda no del todo cultivado por Rossellini en esas fechas.
Pero nada más lejos de la realidad. Y es que vista en su contexto específico, La máquina matavalvados es una de esas obras que desprenden toda la ideología y sintaxis del maestro Rossellini. Cierto es que la comedia no fue el género predilecto del maestro. Pero, no es menos cierto que Roma ciudad abierta, Francisco juglar de Dios o la propia Stromboli contenían ciertas gotas de humor costumbrista que en la obra protagonista de esta reseña aflora en toda su plenitud. Incluso el episodio dirigido por Roberto en la cinta compartida Nosotras las mujeres no dejaba de ser una comedia satírica. Y que decir de una fábula como Dov’è la libertà…? donde Rossellini vertió toda su mala leche para hacer aflorar las risas y las lágrimas a través de la mirada de un Totó que anhelaba retornar a la cárcel ante el panorama dantesco y desolador que la vida en supuesta libertad representaba para un ex-convicto. Sí. Roberto fue un hombre con más vertientes que la neorrealista extrema y La máquina matavalvados es sin duda su obra más atrevida, surrealista y satírica.
E igualmente, para un servidor La máquina matavalvados fue una obra neorrealista tardía levantada en una época donde el movimiento agonizaba. Así, ese rodaje en los escenarios naturales del pueblo costero donde tiene lugar la trama, la presencia de los residentes de la villa realizando una perfecta labor interpretativa a pesar de su falta de experiencia, la sencillez de la que hace gala Rossellini para filmar apostando siempre por la naturalidad frente a los complejos angulares o a esos movimientos de cámara expresivos que pervierten la mirada contemplativa y cercana de la realidad marcan al film en esa tendencia neorrealista ciertamente gozosa para los que somos fans del movimiento.
La cinta arranca con una estratagema intencionada de Roberto: la de hacer creer al espectador que va a visualizar una comedia evasiva alejada de su mirada triste típica de sus obras pretéritas. Así, una voz en off anunciará al público el arranque de la acción mientras una mano maquillada con la silueta de un demonio travieso va montando el escenario geográfico que albergará el argumento: el de un pequeño pueblo costero de la Italia profunda con sus fuentes, palacios y casas tradicionales. Una vez culminado el escenario, la voz en off y ese diablo director de escena anunciarán la presencia de los personajes protagonistas: una serie de ladrones, prepotentes, corruptos, vanidosos e individualistas que tratarán sacar provecho de las circunstancias descritas. Finalizado el montaje de cartón piedra del escenario por parte de ese demonio sin rostro, Rossellini irá radiografiando el hábitat humano por el que transcurrirá su epopeya. Una historia coral donde no sobresaldrá ningún personaje, apostando por tanto por construir un territorio humano forjado a través del temperamento inherente de esos contornos presentes en las clases triunfadoras de la sociedad, para mediante el empleo del esperpento y unos ingredientes que no hacen ascos al absurdo, lanzar unos envenenados dardos en contra de todo aquello que la cinta exhibe sin ningún tipo de maquillaje.
De este modo los primeros personajes que harán acto de presencia será una pareja de ex-combatientes norteamericanos de la II Guerra Mundial (la guerra y sus efectos siempre presente en el cine del maestro) con sus familias mientras circulan en un jeep por las escarpadas carreteras del pueblo objeto de su llegada. Y este objetivo no es otro que montar una especie de hotel para turistas, aprovechando la belleza natural del medio, explotando así sus ansias de maximización de beneficios caiga quien caiga, no dudando para ello en sobornar al alcalde y líderes del pueblo para alcanzar sus fiduciarios fines. En medio de una parada en el camino, la mujer de uno de los empresarios americanos lee una pintura inscrita en la pared de una montaña que reza ¡Viva San Andrés!. Y es que los americanos han llegado al pueblo justo en el día de sus fiestas patronales que homenajean al santo patrón de la villa.
Reanudado de nuevo la marcha en coche, en medio de una curva los desenfadados turistas capitalistas se llevarán por delante a un vagabundo que deambulaba en medio de la calzada sin rumbo. Un trotamundos que vestía como una especie de peregrino bajo la imagen de un San Andrés terrenal. Sin embargo, para sorpresa de los excursionistas, el cuerpo del atropellado desaparecerá súbitamente, hecho que provocará su huida como alma que persigue el diablo del lugar del supuesto e incierto crimen.
A continuación Rossellini exhibirá esa querencia neorrealista en los siguientes minutos de la cinta gracias a la captación de las fiestas tradicionales del municipio, mostrando con todo detalle las procesiones y comitivas tanto religiosas como festivas típicas de la conmemoración patronal. Con un tono documental marca de la casa, Rossellini extraerá todo el jugo del ambiente vecinal y escénico de su cinta dando muestras por tanto de su resistencia a abandonar la corriente que sembró en sus primarias obras de los cuarenta.
En medio de esta atmósfera puramente neorrealista, el autor de El general de la Rovere nos presentará a su héroe: el fotógrafo del pueblo. Sin duda una metáfora muy inteligente introducida por el maestro, otorgando pues el protagonismo a un trabajador de la imagen. Un captador de momentos efímeros de realidad, pero también un deformador de la misma, tal como el propio Rossellini, siendo por tanto ese fotógrafo llamado Celestino una especie de alter ego de su creador. Porque el elemento neorrealista que sin duda contiene La máquina matavalvados fue tergiversado por Rossellini con la inclusión de una serie de elementos esotéricos y espectrales más propios del cine fantástico para de este modo engañar en cierto sentido al espectador, empleando así esas artimañas de falsedad y embustes innatos a los personajes que aparecen en la trama de la cinta, para pintar una fábula donde la realidad se toca íntimamente con la irrealidad más tergiversada.
De este modo Celestino albergará en su oficina a un viejo que se parece sospechosamente a ese vagabundo atropellado por los invasores yankees, que pide cobijo a nuestro héroe para poder así pasar la noche alejado de la intemperie ante la imposibilidad de encontrar albergue en los plagados hoteles del pueblo. Celestino accederá a acoger al viejo, quien observará en el fotógrafo ese último samaritano que no dudará en ayudar a una pareja de enamorados a verse a escondidas a pesar del odio que enfrenta a sus familias o a suspirar por la ausencia de bondad y protección de esos santos que se adoran en las festividades municipales, lamentando que el demonio parece haber desplazado de la mente de las personas a esa bondad inspiradora de los santos cristianos.
Como regalo a este acto altruista, el viejo realizará una especie de acto de magia concediendo a la cámara de Celestino el poder de acabar con la vida de todo aquel que haya cometido un acto impuro o malévolo con el solo hecho de hacerle una fotografía. Así, poco a poco la cámara de Celestino acabará con la vida de un líder fascista, de la ricachona del lugar —por cuya herencia se pelearán toda una serie de buitres que anhelan las riquezas de la solitaria y áspera terrateniente—, la del ambicioso sobrino de la ricachona —un industrial llamado Don Gaetano tan ambicioso y felón que no dudará incluso en robar el testamento de la fallecida para evitar ser desheredado— y hasta de un burro… Nadie está libre de pecado y maldad como bien muestra Roberto. Todos somos víctimas de nuestros deseos, nuestras insatisfacciones, nuestras codicias y del influjo inconsciente que ejerce sobre nosotros el dinero y el poder. Nadie está a salvo pues de corromperse. Y en medio de esta odisea fantástica, Rossellini insertará las necesarias gotas de comedia y contraste, mostrando el choque cultural existente entre los libertinos turistas americanos – cuya hija adolescente elevará la temperatura de los paisanos vistiendo unos modernos bikinis en la playa- con la tradicional mente de los moradores de los pueblos costeros italianos, relatando con mucho talento e inteligencia ese incipiente progreso propio de la cultura del pelotazo tan practicada tanto en Italia como en España en esta época del despegue económico, confrontando así las tradiciones rurales y ancestrales en vías de extinción con los deseos de progreso y enriquecimiento feroz de esas clases dirigentes y adineradas del pueblo que no dudaran en vender su alma al diablo por acumular millones de liras aún cuando esto suponga una traición a sus compatriotas e ideología.
La máquina matavalvados es una película que adopta todos los patrones que hicieron grande a Roberto Rossellini. Por un lado combina esa mirada observada desde la sencillez de esos pueblos morados por gente corriente exentos aún de modernizacion y progreso. Porque ese choque modernidad-tradición tan presente en sus filmes, es sin duda uno de los paradigmas que irradian con luz propia en esta excelente rareza de Roberto. Para Rossellini el progreso es el cáncer del humanismo. Un ente extraño y virulento que arrasa con toda forma de vida mundana y colectiva. La mecanización de tareas es corrupta, por el hecho de desprender al ser humano de su propia esencia: la emoción y el sentimiento. Los valores humanistas no tienen razón de ser por tanto en una sociedad adormecida por la tecnología y las máquinas sin alma.
Igualmente se siente esa mirada pretérita, mostrando los efectos morales devastadores de la Guerra aún reciente. Así, la invasión americana es aquí mostrada desde un punto de vista mercantilista demoledor de los usos y costumbres de allí donde se asienta. Una invasión que convierte a las celebraciones religiosas en una bacanal de vicio, desenfreno y sexo escondido bajo el paraguas del tumulto. Todo está viciado y pervertido. Nada es ya sustancial y real. El poder de la cámara (la del cine y la de Celestino) es el último refugio para custodiar ese humanismo perdido en el mundo terrenal. La cámara es un arma que imparte justicia, señalando el mal y guiando al espectador hacia un oasis de valores humanos abandonados en nuestro día a día. Ante la cámara no hay olvido ni perdón. La memoria no se pierde, tal como esos muertos que reposan en el fondo del mar de la costa del pueblo. La cámara nos convierte en testigos de las felonías cometidas por los personajes, invisibles éstas en el sigilo que proporciona la intimidad de las cuatro paredes del hogar de cada uno de nosotros. Y es este homenaje al poder fugaz y efímero que ostenta la cámara para deformar realidades y conciencias lo que eleva a La máquina matavalvados en una de las obras más personales, misteriosas y enigmáticas de un Roberto Rossellini que lejos que querer tomarse un año sabático produciendo una comedia evasiva con la que plagar las salas de cine de ese público que anhela ver cintas de contornos felices y displicentes con las que olvidar las penurias y desgracias presentes en nuestro día a día, decidió erigir una fábula plena de alegorías y simbolismo donde nada es lo que parece… y todo es lo que parece ser. Bravo maestro y gracias por haberme guiado en esos inciertos años que forjan nuestro carácter de forma irrenunciable para toda nuestra vida.
Todo modo de amor al cine.