El de Don Siegel será por siempre un nombre estrechamente ligado al de otro de los gigantes del séptimo arte norteamericano: Clint Eastwood. Es de sobra conocido que el director de Harry el Sucio fue el gran maestro y mentor —a pesar de que en muchos manuales y biografías del autor de Sin Perdón se otorgue este nombramiento a Sergio Leone, de forma errónea bajo mi punto de vista— del legendario cineasta nacido en San Francisco. La carrera de Eastwood como autor de películas a día de hoy sería una alucinación sin la mediación de Siegel, maestro que tomó bajo su tutela al joven Clint legando de este modo alguna de las mejores interpretaciones del californiano como por ejemplo la de esa obra hipnótica y extraña que es El seductor, convirtiendo asimismo al americano en un auténtico icono del cine de acción de los setenta dirigiéndole en esa pieza de museo del arte cinematográfico que ya es Harry el sucio. Pero la conexión espiritual que brotó entre estos dos cineastas no se quedó únicamente en las contribuciones que compartieron como director y actor, sino que Siegel instruyó en primera persona a su alumno en el arte de dirigir películas, permitiendo que Eastwood ejerciera labores de ayudante de dirección no acreditado en obras como Dos mulas y una mujer, La jungla humana o la propia Harry el sucio, y auxiliando a su pupilo en su debut detrás de las cámaras (la notable Escalofrío en la noche) tanto en labores de consultoría cinematográfica como con un pequeño cameo que, a modo de homenaje, el discípulo reservó en este caso a su viejo profesor.
Pero sería tremendamente injusto limitar el estudio de la filmografía de Don Siegel a sus proyectos junto a Clint Eastwood, dado que la carrera de este director nacido en Chicago constituye una de las más atractivas, contundentes y eclécticas trayectorias dibujadas por aquellos cineastas que surgieron en el cine americano tras la culminación de la II Guerra Mundial. El de Illinois fue contemporáneo de nombres tan sugerentes como Richard Fleischer, Richard Brooks, Jacques Tourneur, Mark Robson o Robert Wise; nombres todos ellos (salvo quizás el de Brooks que ya era un guionista de prestigio cuando dio el paso a la dirección) que al igual que Siegel forjaron sus inicios en las trincheras de la más profunda serie B norteamericana formándose pues en esa forma de hacer cine que hacía de la sugerencia, la sencillez, la narrativa trepidante y el ingenio, las señas de identidad de toda una generación de autores. Y es que basta echar una ojeada a los títulos que adornan el curriculum de Siegel para confirmar que nos hallamos ante un gigante descomunal constructor de arte imperecedero que salvará los obstáculos del paso del tiempo sin problemas. Ello no puede ser de otra forma habiendo dirigido cintas tan legendarias de géneros diversos como por ejemplo Private Hell 36, La invasión de los ladrones de cuerpos, Crimen en las calles, Contrabando, Código del hampa, La gran estafa o Fuga de Alcatraz.
Para homenajear a esta leyenda del cine americano hemos elegido el debut en el largometraje de Siegel: la fantástica y entretenida película de tono noir El veredicto, una cinta rodada para un gran estudio como la Warner Bros que aunque ostente un tono claramente menor fue sin duda una espléndida ópera prima en la que el de Illinois supo plasmar todo el aprendizaje que había absorbido como montador estrella del estudio del triángulo, en el que trabajó con directores legendarios en cintas emblema de la compañía como Murieron con las botas puestas, La pasión ciega, La extraña pasajera o Los violentos años 20. Sus trabajos como editor junto a Raoul Walsh marcarían la trayectoria de Siegel, plasmando así pues su gusto por dotar a sus cintas de un ritmo diabólico gracias al empleo de una puesta en escena directa y poderosa que evita detenerse en los pequeños detalles para favorecer de esta manera la fluidez narrativa, otorgando al ritmo el papel principal de la obra, incluso por encima de la propia interpretación de los actores (paradigma característico del cine de Walsh y también de su alumno Clint Eastwood). Así, tras haber rodado un par de cortometrajes para la Warner, los magnates del estudio decidieron apostar por Siegel para dirigir una película pequeña destinada a servir de entrante de una gran producción en esas míticas sesiones dobles y triples que inmortalizaron al cine como el arte del entretenimiento en los años treinta y cuarenta antes de la aparición de la televisión.
El alma conceptual de El veredicto ostentaba todos los ingredientes de una serie B, pero con el presupuesto, los técnicos y los actores de un gran estudio, dando esta combinación como resultado una cinta muy atractiva, terriblemente entretenida y tejida con la elegancia y el gusto de las producciones de la Warner. La cinta sitúa la trama en la Inglaterra victoriana de finales de siglo XIX, hecho que servirá a Siegel para dibujar una atmósfera tenebrosa de escenarios colmados de brumas y nieblas (no solo ambientales sino también psicológicas) gracias al empleo de una fotografía de tono expresionista con una perfecta utilización de un pérfido juego de luces y sombras. La trama arranca con la ejecución de un reo condenado a muerte por haber asesinado a una adinerada anciana. El experimentado juez que condenará al reo, llamado George Grodman (interpretado por ese secundario de lujo fiel compañero de aventuras de Peter Lorre que fue Sydney Greenstreet), era amigo del sobrino de la asesinada, hecho este que instará al mismo a inmiscuirse personalmente en la investigación. Sin embargo, el testimonio de un prelado que no fue tenido en cuenta en el juicio por Grodman, pondrá de manifiesto que el ejecutado era realmente inocente de los cargos de acusación, obligando este hecho a presentar la dimisión al juez que le condenó a la horca. En los días siguientes a su destitución como superintendente de Scotland Yard, el sobrino de la víctima y amigo de Grodman aparecerá muerto en su habitación tras haber mantenido ese mismo día una acalorada discusión política en presencia de Grodman y de otro amigo del juez llamado Victor Emmric (interpretado por el siempre inquietante Peter Lorre, que nuevamente unió sus caminos a los de Sydney Greenstreet en otra modesta producción de la Warner) con un huésped del motel en el que se alojaba y respetado miembro del parlamento británico. La investigación, que se iniciará para averiguar la intrigante identidad del asesino, servirá a Grodman para colaborar con el nuevo juez del distrito, expiando así los pecados cometidos en el pasado. Las dificultades y trampas que el asesino colocará a lo largo de las pesquisas desarrolladas por Grodman y su eterno compañero Emmric salpicarán a toda una serie de personajes, dificultando así el hallazgo de la personalidad del homicida, el cual dará señales de vida amenazando la existencia de los investigadores y personajes afectados por la trama.
Al más puro estilo de las novelas de Agatha Christie (de hecho el guión de la cinta está basado en una famosa novela de misterio escrita por Israel Zangwill que ya había sido llevada al cine anteriormente en un par de ocasiones), Siegel edificó una ópera prima con todos los ingredientes característicos del cine clásico policíaco de talante puramente europeo, germen del cine negro más hardcore de los años cuarenta de ambiente marcadamente estadounidense, urdiendo una trama en la que las pistas falsas, los sospechosos no habituales y los misterios que se esconden debajo del disfraz que visten los protagonistas del relato, elevarán el misterio que emana del film retando pues al espectador a un divertido juego en el que el público adoptará la forma de un sabueso detective que al igual que el personaje principal intentará descubrir quien se esconde tras la sombra del asesino. El novato Siegel demostró toda su pericia y buen hacer detrás de las cámaras, hilvanando una historia que lejos de caer en la desfachatez y el esperpento encaja perfectamente de manera muy ordenada al más puro estilo de la ingeniería alemana, a pesar del giro argumental que servirá de resolución del misterio. El americano engarzó con desparpajo y sabiduría las intrincadas aristas que desprende la trama, recreándose en un esquema argumental en el que el director de El seductor logra acrecentar la intriga ligando las pruebas que aparecen tras la investigación con varios sospechosos de modo que aunque advirtamos que el culpable se esconde tras el rostro de alguno de los protagonistas siempre existirá la duda de quien será quien finalmente se revele como culpable del asesinato investigado.
A pesar del bajo presupuesto que irradia de la obra (con ausencia de actores de relumbrón que será sustituida con la presencia de algunos de los más grandes secundarios de la Warner ejerciendo labores de protagonistas, a lo que se une un escaso metraje así como un montaje que hace gala de ese tono directo y contundente tan habitual de las películas de serie B), el director nacido en Chicago aprovechó los recursos que puso a su disposición la Warner para componer una cinta rocosa, de ritmo vertiginoso y muy divertida en la que existe hueco también para el humor negro, que plantea un misterio de reminiscencias morales (sin duda Siegel traza con un perfil sumamente enriquecedor la personalidad del principal sospechoso de la trama, el político Clive Russel que, a pesar de poder demostrar su inocencia gracias a haber pasado la noche del asesinato en compañía de una dama, decidirá salvar el honor de su enamorada sacrificando así su propia vida) que pese a ostentar unos cimientos que no permiten ninguna liberalidad ostentosa desde el punto de vista técnico logrará engatusar al espectador gracias al talento narrativo y a esa visión adelantada a su tiempo de Siegel que hizo de la sencillez y el ingenio una virtud.
Todo modo de amor al cine.