Antes de que esta reseña fuese aceptada en el apartado obras menores de nuestra web, he de resaltar que mantuve un intenso debate con el propietario de este magnífico portal cinéfilo. ¿El motivo? La consideración como obra menor de una pieza tan portentosa como El cielo y tú. Porque si bien es cierto que la cinta es un espectacular compendio que denota todas las virtudes y talentos cinematográficos que ostentaba un cineasta del renombre de Anatole Litvak, para un servidor no es menos cierto que la misma es una de las obras más olvidadas pertenecientes a un género que goza de tanta aceptación popular como es el melodrama romántico clásico, siendo una película que posee un reconocimiento nivel medio en la carrera de un cineasta más recordado por películas como La noche de los generales, Nido de víboras, Anastasia o Voces de muerte. Finalmente hemos creído que podría resultar un bonito homenaje a Litvak recuperar una cinta que en su momento tuvo un rotundo éxito tanto de crítica como de público pero que con el paso del tiempo ha caído en un olvido desesperanzador, tal como viene sucediendo con muchas de las mejores muestras de cine producido en los años treinta y cuarenta que parece no contar con el favor de las nuevas generaciones de aficionados al cine.
No puedo dejar de mostrar mi admiración y agasajo hacia el cine de Anatole Litvak. El autor de Ciudad de conquista perteneció a ese grupo de talentos originarios del Viejo Continente (de Ucrania en este caso) que emigraron tras el triunfo de la ideología nazi a los Estados Unidos (ya que los primeros pasos en el mundo del cine del ucraniano arrancaron en Alemania para posteriormente dirigirse a Francia tras el alzamiento nacional socialista, es decir, el mismo trayecto trazado por colegas como Max Ophüls o Fritz Lang). Una vez aterrizado en el país de las oportunidades, Litvak firmó un fructífero acuerdo con la Warner Bros, sin duda una compañía inmortal gracias al magnífico equipo humano y técnico que la formó en sus inicios. En los estudios del triángulo el ucraniano dio lo mejor de sí mismo en una serie de obras de diversa temática y naturaleza que algunos críticos se encargan de minusvalorar con cierta frecuencia con el término de cintas artesanales. Películas que sin embargo absorbían en su seno más cine que cualquier triste pieza de arte y ensayo. Tras el estallido de la II Guerra Mundial, el autor de No me digas adiós se enroló en el ejército americano, colaborando con Frank Capra y otras luminarias del panorama hollywoodiense en esa serie de documentales propagandísticos que llamaban al alzamiento en armas contra la barbarie nazi. Si bien nunca estuvo en la lista negra de La caza de brujas, su origen ucraniano levantó ciertas sospechas acerca de su simpatía hacia el comunismo, aunque no fue públicamente acusado de ello. Sin embargo en los años cincuenta Litvak disminuyó su producción cinematográfica, decidiendo de este modo retornar a Europa donde rodó una de sus películas más aclamadas en esta década: The Deep Blue Sea. Tras este triunfo de crítica, la trayectoria del ucraniano estaría caracterizada por los vaivenes continentales, laborando tanto en EEUU como en el Viejo Continente, aunque es cierto que sus últimas producciones tuvieron el sello europeo incrustado en su denominación de origen.
El cielo y tú se destapa como uno de esos fantásticos y magnéticos melodramas dibujados por la Warner con todas las características marca de la casa de la compañía del triángulo. Por un lado, la cinta contaba como protagonista absoluta con la estrella Bette Davis que ya había colaborado con Litvak en la más que decente Las hermanas, añadiendo como compañero de viaje al siempre interesante Charles Boyer, actor francés con magníficas dotes para dibujar personajes atormentados que fue un rostro muy presente en el melodrama americano desde finales de los años treinta hasta los postreros años cuarenta. Por otro el guión adaptaba una novela de éxito escrita por Rachel Field que situaba la acción en el ambiente despótico e inhumano ubicado en el París del siglo XIX, es decir, un escenario muy propicio para desatar ese tipo de emociones y sentimientos tan del gusto del género melodramático. Y finalmente la cinta se beneficia de esa elegancia y pulcritud seña de identidad de las películas producidas por la Warner, señalando pues las bondades derivadas de esa concepción cinematográfica distinguida por esa aparente facilidad para diseñar la puesta en escena convirtiendo de este modo lo difícil en algo sencillo, al igual que esa ágil capacidad narrativa capaz de diseccionar la psicología de los diferentes personajes sin necesidad de entorpecer la fluidez que exige el desarrollo de la epopeya. Sin duda un estilo de construir cine que se ha perdido con el paso del tiempo y que siempre es un gusto poder rememorar para deleite de los que consideramos a este arte un medio de expresión que sublima los límites puramente cinematográficos.
La cinta arranca mostrando la llegada de una joven francesa a un instituto de enseñanza estadounidense de ambiente femenino. La institutriz responderá al nombre de Henriette Deluzy-Desportes (Bette Davis), dejando entrever por su carácter tímido y reservado que algún suceso acontecido en el pasado atormenta su existencia. Así, Henriette será asignada a una clase de adineradas adolescentes para impartir clases de francés, con tan mal sino que el día de su debut será identificada por una de sus alumnas como la protagonista de una escandalosa noticia acontecida en Francia publicada en un rotativo sensacionalista. Este hecho dará lugar a la reconstrucción por parte de la maestra de los acontecimientos que tuvieron lugar con antelación al suceso publicado para de este modo tratar de demostrar a sus pupilas su presunta inocencia.
A partir de este momento la cinta narrará mediante un prolongado flash back las peripecias de Henriette en el contexto de su trabajo como institutriz en la casa de los duques de Praslin en el frívolo París de mediados del siglo XIX. Trabajo impartido en una mansión habitada por el recto Theo (Charles Boyer) y su enfermiza y celosa esposa Fanny. Desde el primer momento Henriette percibirá un claro distanciamiento afectivo y emocional en la residencia, no solo destapado en la relación conyugal, sino que igualmente reflejado entre la pareja y sus hijos, unos retoños que revelarán la falta de apego afectivo con sus progenitores ofreciendo todo su calor y cariño a la recién llegada. De esta forma, gracias a la cercanía y ternura exhibida por la institutriz la frialdad y el desamor que caracterizaba la existencia familiar incrementará su temperatura, de modo que Theo comenzará a sentir un cierto resplandor amoroso hacia la joven Henriette que sin embargo será apaciguado por su miedo a que el escándalo y los convencionalismos predominantes en la estructura de funcionamiento de la alta sociedad francesa terminen destruyendo la tranquilidad y el honor de su estirpe. Sin embargo, los celos y malas artes de Fanny, que no dudará en maltratar la conciencia de su esposo pese a la ausencia de pecado de sus actos, instarán a Theo a cometer el asesinato de la fuente de su tormento, resultando acusado no solo de la comisión del homicidio, sino de un adulterio no consumado con la bella Henriette. ¿Será la justicia capaz de demostrar la inocencia de la acusada siendo la hipocresía y la corrupción emanada del universo de las apariencias impostadas los vicios que dominan el temperamento de los moradores de la aparentemente noble sociedad francesa?
Este hermoso ropaje literario fue vestido por Litvak con ese talento y virtuosismo propio de los superdotados. Así, las dos horas y media de metraje que engalanan la fábula pasarán en un abrir y cerrar de ojos gracias a ese ritmo trepidante a la vez que descriptivo al más puro estilo clásico de Hollywood. La película es igualmente espectacular desde el punto de vista visual. Así, tanto el vestuario como los decorados nos enfundan en esa atmósfera opresora carente de humanidad que desprende el alma del relato gracias a una espléndida fotografía en blanco y negro que consigue su objetivo de hipnotizar al espectador con su tono cromático derrotista pero a la vez refinado. En este sentido, la cinta denota esa sabiduría a la hora de construir la puesta en escena que poseía Litvak mediante todo un juego de muestras que adornan los espléndidos planos interiores con geniales tomas en grúa y planos americanos que servirán como instrumento de contraste de emociones y congojas, pintando así los sentimientos que recorren las venas de los personajes.
Para un servidor resulta fascinante como Litvak se apoya en el montaje para irradiar sensaciones al espectador, huyendo de técnicas fastuosas, apostando de este modo por una narración sencilla que hechiza al espectador construyendo un poema libre de planos secuencia y ostentosos ángulos cenitales pero pleno de continuidad lírica. Por consiguiente al realizador ucraniano no le interesa de ningún modo demostrar su pericia, sino que su destreza se percibe a cuenta gotas, mediante la colocación de la cámara justo en el lugar oportuno para que los personajes puedan recorrer la estancia escénica sin obstáculos ni muros que impidan dar lo mejor de sí mismos. Y es que un punto que me cautiva de El cielo y tú es sin duda su montaje, ya que la historia destila un encadenamiento de secuencias perfectamente engarzadas a través de diferentes elipsis que acaban moldeando un todo íntegro carente de grietas y espacios vacíos. Así, la película parece estar narrada por razón de un infinito plano secuencia donde los cortes son naturales y necesarios para dotar de ritmo al desarrollo de una epopeya filmada bajo los designios de la técnica del plano versus contra plano. Y fue esta habilidad que únicamente poseían los grandes artesanos de Hollywood lo que convirtió a Litvak en un autor prodigioso que conserva intacta su magia a pesar del paso de los años. Brujería que en El cielo y tú alcanzó cotas de efectos imborrables que merecen la pena ser revisadas por esas nuevas generaciones de adoradores del cine.
Todo modo de amor al cine.