La etapa muda de Yasujiro Ozu se destapa como una época fascinante y ecléctica. Si bien muchas de estas obras se han perdido, las que se conservan dan fe del talento innato de un cineasta que se nota se hallaba muy cómodo detrás de las cámaras. Muestras que exhiben la facilidad con la que el japonés tejía sus obras, moldeando auténticas perlas casi sin esfuerzo gracias a una puesta en escena muy moderna ajena a esos corsés y rigideces que emanaban de las grandes producciones de Hollywood, y asimismo carente de las pretensiones vanguardistas de ese cine abstracto producido en la Francia de los veinte con nombres de referencia como René Clair, Man Ray o el propio Luis Buñuel.
No. El cine mudo de Ozu es diferente. Un cine limpio, técnicamente intachable, ágil, realista (siempre huyendo de la oscuridad y artificio que suponía el rodaje en estudios con decorados de cartón piedra), cercano y por ello fascinante. Y si bien aún no se repiten como una melodía monótona esos patrones que articularon su cine (transiciones pintadas mediante planos fijos a través de los pasillos de las casas de bambú, escenas de bicicletas, tumultos reunidos alrededor de una sala de mahjong, hombres que saciaban su sed bebiendo sake después de la jornada laboral, bellas mujeres que sonríen a la vida poniendo al mal tiempo buena cara, hombres y mujeres conversando y mirando de frente directamente a los ojos del espectador como si fuéramos su interlocutor o ese gusto por captar la vida cotidiana a través de la fotografía de ropa tendida a la intemperie, de fábricas escupiendo humo en el extrarradio de la ciudad, de niños jugando al béisbol en los jardines de la residencia, de inertes jarrones y vasijas que encierran en su seno no sabemos qué, etc) en las mismas si que aparecen con cuentagotas esas escenas que se convertirían en una seña de identidad de un autor al que resulta fácilmente identificar con solo echar un vistazo a las imágenes desplegadas en sus diferentes propuestas creativas.
En este sentido muy llamativa resulta una obra como Caminad con optimismo dirigida en 1930 por el sensei y que forma parte de una especie de trilogía criminal junto a sus compañeras La mujer de esa noche y Una mujer fuera de la ley. La epopeya que narra no puede ser más sencilla: la historia de amor que nacerá entre el jefe de una banda de yakuzas que se dedica a extorsionar a los trabajadores del puerto llamado Kenji y una ingenua secretaria viuda que trabaja para un lascivo y nada bien intencionado empresario llamado Yazue. Dos personalidades claramente antagónicas. La crueldad y el odio representados por Kenji frente a la bondad y dulzura de Yazue. Dos almas perdidas que chocarán sus destinos por un casual una mañana en la que el pandillero quedará prendado de la frágil belleza de la administrativa cuando la observa saliendo de una joyería con un anillo encargado por su jefe como estratagema para declararla su amor.
Y así, a partir de una serie de reuniones fugaces en arenosas carreteras que casi provocan el atropello de la sumisa hija de Yazue o en otros lugares comunes la pareja irá enamorándose. Como los grandes amores se irá cocinando poco a poco, sin prisa, a fuego muy lento construido con unos cimientos indestructibles. Un sentimiento más poderoso que cualquier otro elemento terrenal. Y ello provocará la aparición de la envidia. La de la compañera de trabajo de Yazue quien está perdidamente enamorada de Kenji y que por tanto tratará de planear un falso idilio entre su compañera y su jefe que terminará con el despido de Yazue. Y también la de los compañeros de armas de Kenji, que observarán que su cabecilla ha cambiado. Ya no trata de ejercer la violencia. Ya no es tan cruel como antaño. El amor le ha amansado y eso no es bueno para triunfar en el ambiente criminal.
Para finalmente ocurrir lo inevitable. El descubrimiento por parte de Yazue de la pertenencia de su pretendiente a una organización criminal tras descubrir un tatuaje pintado en la muñeca de Kenji que delata su pasado. Acto seguido la consiguiente separación. Pero también la redención de Kenji, quien decidirá abandonar la senda del crimen para iniciar una carrera como limpiacristales contando únicamente con el apoyo de su fiel compañero de fechorías y timos que también decidirá acompañar a su hermano en su huida. Pero ello traerá problemas a Kenji, pues escapar del pasado no siempre resulta una tarea sencilla cuando tus manos están manchadas con el color del robo y la extorsión. ¿Podrá el amor vencer todos los obstáculos que se presentan en la felicidad de los amantes?
Caminad con optimismo es ciertamente una película menor en la carrera del autor de Cuentos de Tokio. Así resulta complicado comparar sus resultados con los de obras inmortales como Primavera tardía, La hierba errante, Otoño tardío y demás obras maestras que cincelaron la filmografía del tokiota durante las décadas de los cuarenta y cincuenta. Pero no es menos cierto que nos encontramos ante una película muy notable. Una cinta terriblemente tierna, que combina con mucho tino el drama social con la comedia más desenfadada gracias a esos gestos caricaturescos que explotan en algunas de las secuencias más divertidas del film protagonizadas por esos delincuentes con alma de niños que protagonizan la trama. Asimismo desde el punto de vista técnico sin duda ésta detenta todas las virtudes de una joya de gran valor. Gracias a un montaje trepidante, muy bien planificado, conectando escenas que no duran más allá de diez o quince segundos, hecho que confiere al envoltorio visual del film una sensación de dinamismo muy impactante. De este modo a Ozu no le interesa filmar planos fijos prolongados en el tiempo hasta el infinito. Al contrario. El autor de Buenos días optó por la innovación, articulando una estructura escénica muy novedosa y moderna consistente en empalmar pequeños retales de secuencias de pocos segundos de duración adornadas con unos movimientos de cámara sumamente elegantes y adelantados a su época. Así, si queremos analizar concienzudamente la técnica empleada por Ozu, basta con tomar un cronómetro para medir el escaso tiempo de duración de las secuencias que conforman el todo de Caminad con optimismo. Pero si no se presta demasiada atención a ello, lo realmente magistral consiste en que el maestro logró proporcionar una extraña sensación de continuidad que sensualmente otorga a la película una estabilidad como si la misma hubiera sido rodada en un solo plano secuencia.
Las imágenes dialogan por sí mismas conteniendo múltiples alegorías encerradas en su sustancia. En este sentido la reproducción de los pies de los diferentes personajes sirven para perfilar la personalidad de los mismos. Esos pies inquietos y nerviosos del jefe de Yazue y de su traidora compañera en el ascensor simbolizan el carácter felón, perverso y lascivo imposible de detener de ambos. En contraste con la quietud y serenidad que desprenden las tomas de los pies de Yazue caminando por las avenidas, esperando con paciencia su destino, aceptando el mismo sin acritud ni resignación. O las piernas firmes de Kenji, que exhiben un talante recto, fiel y valiente.
Llaman poderosamente la atención igualmente algunas tomas sumamente impactantes para la época como esos sublimes travellings al más puro estilo William A. Wellman de Alas. O unas incipientes tomas rodadas a bordo de un automóvil bajo la forma de un deslumbrante plano subjetivo. O esas cómicas representaciones simbólicas de la rutina que acompaña el trabajo de oficina a través de esos sombreros de caballero que se cuelgan y descuelgan con la misma facilidad de su perchero o esas máquinas de escribir que se envuelven y desenvuelven con su tela protectora lanzando una fina metáfora acerca de la repetición mecánica que supone el comienzo y el final de la jornada laboral.
Todo ello convierte a esta película en una hermosa pieza de arte y ensayo de ese cine mudo japonés que no necesitaba del apoyo musical para deslumbrar los sentidos del espectador. Una cinta moderna y muy entretenida cuyos escasos noventa minutos pasan en un abrir y cerrar de ojos gracias a esa puesta en escena tan enérgica y vigorosa empleada por Ozu. Un dulce de aromas jugosos y fanfarrones que mezcla con pericia y buen hacer el drama criminal con el romance y ciertos toques de comedia de alta escuela. Un pasatiempo imperecedero para el que no existe fecha de caducidad y que igualmente atesora unos primerizos guiños de esas muestras de cine puro Ozu como por ejemplo esa fotografía que cierra el film adornada con un tendedero cuyas ropas tendidas se mueven como banderas con el aire que azota su superficie con fuerza. Con la garra de un genio del séptimo arte embelesado por lo cotidiano: Yasujiro Ozu.
Todo modo de amor al cine.