«Mato a los vivos y salvo a los muertos.»
De esta proverbial crudeza se las gastaba este creador excepcional, singular, y tan apreciado por esta cinéfila. En esta ocasión, Nicholas Ray pone la amarga proclama en boca del capitán Leith (un joven y taciturno Richard Burton) durante la Segunda Guerra Mundial en el desierto libio.
No es a primera vez —ni será la última— que traigo a mis pensamientos cinéfilos a Nicholas Ray, poseedor de una obra trágicamente poética, ansiosa, desesperada, ejemplificadora como pocas de las urgencias vitales, de la desazón emocional, del sentido trágico de la vida. Creo que no ofrece discusión. Ray es un autor muy especial, siempre en falta con la vida y con el Cine, alcohólico de los grandes, con importantes episodios de inestabilidad psíquica severa, que evacua inconteniblemente esa desazón emocional en su Cine, tan imperfecto, desde un análisis estrictamente formal, como inconmensurable, desde un punto de vista artístico. Arte universal, para mí. Alquimista del desequilibrio, su filmografía está plagada de obras maestras —Los amantes de la noche (They Lived by Night, 1948), su maravillosa opera primera como director, la emblemática Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955), Más poderoso que la vida (Bigger Than Life, 1955), Chicago años 30 (Party Girl, 1958), o la extraordinaria (su culmen para mí) En un lugar solitario (In a Lonely Place, 1950), entre otras—. También de productos de serie B elevados a la categoría de films de culto, entre las que destaca la inconmensurable Johnny Guitar (1954), como de sonoros fracasos de taquilla, y de algunas superproducciones ingobernables y desquiciantes con las que nunca consiguió recuperar la brillantez de su etapa de plenitud Rey de reyes (King of Kings,1961) o 55 días en Pekín (55 Days at Peking, 1963).
Como en absoluto es casual que aquellos rabiosos críticos y futuros cineastas de Cahiers de Cinema —Truffaut y Godard para más señas— se formasen en la veneración hacia esa mirada cinematográfica tan vívidamente cautivadora. El paradigma del malditismo. Dijo Jean-Luc en concreto que «Nicholas Ray es el Cine». Y matizo yo, es el Cine-vida. Ese que en tantas ocasiones he atribuido a otro de mis más queridos, François. Recuerdo también el retrato de Miguel Marías —hermano del novelista y mi contertulio preferido de aquel milagro catódico que fue ¡Qué grande es el Cine!—. Ray era «el eslabón perdido». Por mi parte, siempre he considerado que ese paso acelerado y febril hacia la modernidad que caracteriza el tono y el estilo narrativo del norteamericano, dota a su discurso artístico de una trascendencia crucial en el devenir de las nuevas olas cinematográficas de los años sesenta.
La trama de este film no difiere en demasía de las esencias rayanas. Hay desamor, ansiedad, celos, rivalidad, decepción y muerte. Pero su escenificación en un conflicto bélico, la convierte en un artefacto diferenciado en el conjunto de su especial filmografía. Leith y el Mayor David Grand (Curd Jürgens) son asignados a una misión suicida para recuperar documentación de alto secreto del cuartel general del ejercito alemán en Bengasi. La noche antes de partir, Leith se reencuentra con la que ahora es la esposa de Grand, Jane (Ruth Roman). Y esta cuestión comprometerá indefectiblemente el sentido de los acontecimientos.
Antes de profundizar en los diversos matices trascendentes del film, es preceptivo recordar la morbosa autoría francesa de la novela que le dio vida. Esta fue la primera de las accidentadas obras de Ray en su periplo europeo. Partió de la propuesta del productor Paul Graezt, que evidentemente interesó al director para plasmar sus inquietudes éticas en torno a la condición humana, puestas en escena específicamente en el conflicto bélico. Y el autor de Àmere victoire es René Hardy, que pasó a la Historia francesa más truculenta por la sospecha de una trágica traición. Durante la ocupación nazi, Hardy perteneció a la Resistencia francesa. El 7 de junio de 1943 fue arrestado por la Gestapo, torturado y posteriormente puesto en libertad. Días después, el 21 de junio, asistió a una reunión secreta de miembros de la Resistencia en Caluire, entre los que se encontraba el legendario Lean Moulin. Inesperadamente la policía alemana apareció en la casa arrestando a todos. Sin embargo, inexplicablemente Hardy fue el único que no fue esposado, sino atado con una cuerda, ni apuntado con un arma. Y consiguió escapar. Moulin murió en medio de terribles suplicios dos semanas después. Terminada la guerra, Hardy negó haber traicionado a los líderes arrestados aquel fatídico día. Fue juzgado y absuelto por la falta de evidencias. Este juicio ha levantado múltiples debates entre los historiadores franceses acerca de su traición, y Hardy ha sido señalado en múltiples ocasiones tanto por antiguos resistentes como por historiadores como el culpable de la encarcelación y posterior muerte del célebre líder. Además, durante el juicio del “carnicero de Lyon”, responsable de las SS en esta ciudad, este declaró que Hardy era un espía de los alemanes, pero su testimonio no fue admitido como prueba.
Retomando nuestra trama y su inconfundible sello rayano, en primer lugar, con el deseo de reivindicar su lugar dentro de los discursos cinematográficos antibelicistas en su vertiente desmitificadora y humanizadora —como lo es el conjunto del legado de Ray—, es esencial dirigir la mirada hacia su arranque —que compondrá también su resolución—. Es un plano fijo de esos monigotes colgantes, como muñecos de trapo, que pronto veremos para qué son utilizados por los combatientes en compás de espera. Enemigos sin rostro, sin identidad, sacos de boxeo, contra los que hay que luchar. Como en todas las guerras. Ray los acompaña de una estridente música marcial, sobre la que a continuación, una fila de reclutas avanza entre los muñecos con paso firme hacia el flanco derecho del encuadre, en una metáfora potente y significativa que opone con contundencia la condición inanimada y el movimiento, jugando nuevamente en nuestra percepción con la dicotomía de los vivos y los muertos, de la autonomía personal y del libre albedrío frente a la imposición ciega de la guerra. De esta forma termina por componer una estampa audiovisual de incuestionable modernidad, que va a aglutinar además las claves morales de la película.
Después, entre una reunión de reclutamiento y otra (la de Leith y la de Grand) con el cínico General al frente, un travelling lateral en plano medio de derecha a izquierda vuelve y recorrer la sala de entrenamiento, ahora ya a pleno rendimiento, donde los hombres están aprendiendo a luchar en una simulación, sin apenas conciencia del terror real al que se van a tener que enfrentar.
Al caer la noche, en el bar de los oficiales se va a producir el reencuentro de Leigh y Jane, que esperaba a su marido, pero se va sumergir en un viaje inesperado al pasado pasional y perdido que compartieron. Ray, fiel a su legendaria tendencia al desequilibrio, carga la conversación de mensajes cruzados y cifrados —inevitable rememorar el interrogatorio policial a Laurel Gray (Gloria Grahame) en En un lugar solitario—, que nos permiten percibir la tensión amorosa que sigue existiendo entre los antiguos amantes. Por descontando, la circunstancia tampoco va a pasar desapercibida para el esposo que quedará poseído por un intenso ataque de celos. Cuando se vuelva a ausentar, requerido por la autoridad, Jane increpará a Leith por su abandono sin explicación en Londres, reivindicará las razones de su elección matrimonial, «David no es un cobarde» —veremos cómo evoluciona esa percepción—, y se preguntará por el futuro si no regresa. Leith al puro estilo Ray contestará «Los tres seremos parte de la Historia, de esta nimiedad», y ella zanjará la conversación con pesar «Siempre fui menos que una piedra para ti». Para terminar esta introducción, veremos desde sus miradas a Grand en una sala de reuniones acristalada, estudiando el plan y rodeado de los monigotes, en una nueva metáfora del rol ético que va a representar.
El nudo narrativo del film comprende la ejecución de la misión. No podemos obviar que la elección de un voluntario como Leith responde a su dominio del árabe por sus trabajos arqueológicos, «Es un intelectual», lo califica el General con desprecio —Ray introduce en su personaje un rasgo personal, una vez más—. Y que el oficial al mando es Grand. Sin embargo, ante la parálisis de este, será Leith quien reaccione y dispare a un soldado alemán durante la sustracción de los documentos. A partir de ahí, el desprecio de uno y el temor a ser descubierto en su falta del otro sustentarán el relato. En la huida, Grand dejará al testigo a cargo de los dos hombres heridos y moribundos, cuando lo único que se podrá hacer por ellos es darles el tiro de gracia. Leith queda otra vez relegado al más terrible de los papales, que alcanzará su culmen fatalista cuando se le encasquille el revólver al disparar contra el segundo que le imploraba la muerte. Desesperado, decidirá cargárselo al hombro hasta su expiación. Pero contra todo pronóstico, consigue alcanzar en un oasis a los avanzados, auxiliado por su viejo amigo, el guía local Mokrane (Raymond Pellegrin), que regresa para ayudarle. También será Mokrane quien consiga un camello para cargar las pesadas sacas de documentos, quien decida después sacrificarlo para salvar la vida de Leith cuando le pique mortalmente un escorpión, ante la mirada vengativa y cómplice de su adversario, y finalmente quien muera acuchillado por Grand cuando le recrimine su culpabilidad. Así, solo queda el condenado Leith, que pese a la oposición de alguno de sus compañeros, es abandonado a su suerte en medio del desierto porque está muy débil para caminar. Al final, sucumbirá al veneno durante una tormenta de arena en los brazos de Grand, no sin antes expresarle su cobardía en el más amplio sentido de la palabra, “un muñeco con sus medallas” —nueva alusión al recurrente plano inaugural que será premonitorio—, entregarle la medalla que portaba al cuello para Jane y decirle que le pida que le perdone. Entonces, los carros de combate acuden al rescate del pelotón. Nadie parece acordarse ya de nuestro héroe, pero Ray le dedica un último plano al rostro sin vida, hermoso y tranquilo, de Burton, como en una suerte de justicia poética fatídica marca de la casa.
A nivel estético y visual, Ray conquista nuestra percepción y emocionalidad con hermosas composiciones que sustentan la acción en el espacio físico del desierto, mediante planos medios de los hombres moribundos y de sus rostros desencajados por el calor, la sed y el hambre de tintes casi expresionistas, en un tono narrativo reflexivo y desasosegante al tiempo de genuina modernidad cinematográfica. En otros pasajes, mientras caminan abatidos y exhaustos, el potente blanco y negro de la arena infinita casi se torna en abstracción para apuntalar las reflexiones humanas sobre el valor, la guerra, la venganza, la verdad, o la culpa. Hay que destacar aquí la exquisita dirección de fotografía del francés Michel Kelber, responsable en este apartado de French Cancan, de Jean Renoir o Calle Mayor de Juan Antonio Bardem, entre otras, en un larga y brillante trayectoria.
Finalmente, ya de vuelta en el cuartel general británico, Brand se reúne con Jane, otra vez sobre el escenario del gimnasio de entrenamiento, y le advierte de que sus hombres piensan que mató a Leith. —¿Lo hiciste?— Intenté salvarlo, pero fue demasiado tarde. Brand le entrega la medalla a una mujer abatida, que ha perdido al hombre que amaba y desconfía del que es su esposo, y además le miente sobre las últimas palabras de Leith —La tormenta de arena apagó su voz, pero supongo que dijo que te quería—. Es la victoria de Leith —y del universo moral de Nicholas Ray— desde el mundo de los muertos. Pero aun tendrá otra. El General reconoce a Brand como “el héroe de Bengasi” y le otorga la medalla de servicios distinguidos, mientras sus hombres van entrando en el plano y sus gestos y miradas hablan de la verdad del oficial, hasta que se van retirando sin mediar palabra. Brand, solo entre los muñecos de trapo, abandonado ya por su esposa, con la distinción en la mano y la mirada derrumbada, la coloca sobre el corazón pintado de uno de los objetos colgantes, en un potente plano final que vuelve a confrontar al mismo ser humano y su voluntad, con la ceguera autómata de la guerra y el reconocimiento sin mérito ni valor.
Sin duda, una amarga victoria.
«El Cine es más hermoso que la vida.»