Can Evrenol nos descubrió con Baskin que el infierno turco no sólo está en las prisiones… prisiones terrenales, se entiende. El horror más pesadillesco encauzaba así una creación donde cierta referencialidad —algunos vimos trazas de Silent Hill, otros encontraban un primer acercamiento al universo Lovecraft— teñía una atmósfera de rojo hasta hacer devenir el microcosmos construido por el cineasta en algo, por momentos, asfixiante.
Housewife se advierte como una cinta continuista de aquella Baskin, aunque con una sobresaliente diferencia. Si en el primer largometraje de Evrenol todo era arrastrado sin muchas contemplaciones hacia un mundo cuyo horror se concretaba en sus primeros compases a través de su demencial tejido, en esta nueva aportación hay un avance sinuoso hacia esos mismos vínculos temáticos, una cadencia narrativa que nos sumerge con extraña sutileza —hasta donde lo permite, claro está, el estilo del director— a un terreno de interrogantes e inquietudes, hasta que ya no hay vuelta atrás y se desata —de nuevo, con menos premura— su alucinado universo.
Su prólogo ya nos sume en ese sugerente enigma que propone desde el primer momento. Sangre, adolescencia y un horrible crimen. Así, se nos emplaza a relegar cualquier atisbo de verdad a un costado, surcando las aguas de un espacio donde pasado, presente y sueños se encuentran en una existencia ilusoria cuyos lindes se escapan, por momentos, a nuestro control.
Evrenol no crea con ello un lugar intangible. La estrecha relación entre ese pasado tortuoso y el pesadillesco devenir no imperan en la realidad de Molly, una realidad que sigue siendo perceptible, asentada sobre una estabilidad que, aunque inquieta por ese estigma, no se antoja perturbada. Housewife no emplea los mecanismos habituales del cine de terror, buscando en un tono imperceptible, arrojado con personalidad y perspicacia, la atmósfera adecuada para ir perpetrando un relato que se escinde en parte del núcleo macabro y amenazador que en el fondo posee la crónica establecida desde un buen principio.
Hay cierta mesura que contrasta, pues, con aquella inmersión a pleno pulmón que suponía Baskin, y es en esa característica donde se encuentra la clave de un film a ratos vaporoso: no se sabe bien donde está la línea entre lo real, lo verídico, y el estrato quimérico. Así, Housewife deriva en un imaginario mucho más rico, que lejos de fomentar capas o proponer cuestiones en torno a su estado, fluye en un ambiente calmo, preparando de este modo al espectador para lo que está por venir, un insólito estallido de locura.
El color invade la pantalla —rojos y azules predominan induciendo una singular composición entre ambos mundos—, y Housewife se alimenta de una estética dúctil, que no se aferra al horror como eje único de la narración, y que va ejerciendo de forma gradual un crescendo a través del cual acompaña a la perfección el relato. La tonalidad de su fabulosa banda sonora, que conduce con firmeza a ese clímax sobre el cual se sostienen buena parte de las posibilidades del film, crea una unión perfecta entre lo visual, cromático y sonoro, llegando así a su atmósfera, tan tenue como penetrante.
Si bien la construcción erguida por Evrenol nos lleva irremediablemente a un último acto donde se desata la alucinación más febril, y aquellos ecos de Lovecraft insinuados terminan desencadenando la más enfermiza de las resoluciones, no hay que cometer el error de pensar que el film edifica sus cimientos sobre esa brutal conclusión. Aquello a lo que, en definitiva, nos terminamos enfrentando, es una liberación de los estímulos que se habían estado sugiriendo durante toda la obra. Es entonces cuando el enajenado universo del turco se desnuda por completo, deslizándose a un perturbador abismo en el que lo único que cabe preguntarse es si estamos ante una genialidad o ante una demencial insensatez.
La respuesta, una vez más, está en el cine de Can Evrenol. Radical, barroco, extraordinario. Una ventana abierta a la locura que conviene no cerrar o, al menos, dejar entreabierta.
Larga vida a la nueva carne.