Avalada por Peter Jackson, lo cual uno no termina de saber si es un halago o una maldición hoy en día —lo que sí es seguro es que el neozelandés barre para casa—, Housebound supone el debut del hasta ahora televisivo Gerard Johnstone en el terreno del largo, y con ello la cierta recuperación de unas coordenadas que el cine de género de su país había perdido con la fuga del autor de Bad Taste, y sólo había logrado recobrar a través de cintas como la cachonda Ovejas asesinas, un argumento demasiado pobre si tenemos en cuenta que el último título (de género, se entiende) de Jackson en su Nueva Zelanda natal —y quizá el más alejado de su cine primigenio, que no por ello (ni mucho menos) peor— data de mediados de los 90.
Esta recuperación de un espíritu que no ha logrado obtener continuidad, quizá por la carencia de talentos en ese sentido que hayan sabido otorgársela, es una de las principales virtudes de las que hace gala Housebound, un ejercicio a través del cual Johnstone sabe instaurar (de nuevo) ese humor gamberro —que se traslada a algunas de sus secuencias más memorables, haciendo del terror algo hilarante, como el inesperado ataque en la ducha— y combinarlo con una trama (a priori) paranormal mediante la cual ejecutar algunas de las posibilidades del film. El neozelandés trabaja para ello sobre terreno conocido, y encierra a su protagonista, una delincuente de poca monta alejada de una familia en cuyo seno se ha instaurado una cierta tendencia al desequilibrio, en el caserón donde precisamente vive su progenitora, una mujer obsesionada con que su hogar está concurrido por alguna fuerza paranormal, teoría que lógicamente rechaza su hija.
Ese rechazo lleva a Kylie, la protagonista, una de esas adolescentes que no atienden a razones y parecen estar en constante rebeldía, a no tomarse demasiado —por no decir nada— en serio a las personas con las que le tocará convivir durante nueve meses tras una sentencia de arresto domiciliario. Un pequeño detalle que hace del personaje de Kylie uno de esos escollos difíciles de sobrellevar, y es que el hecho de tener en pantalla a un personaje central que actúa con ese desdén y cuya revolución sólo se entiende como parte de una adolescencia un tanto tardía y macarra, no ayuda a fomentar vínculos que con toda probabilidad Johnstone terminará requiriendo. Es por ello que el cineasta no intenta dotar a esa conducta en ningún momento de dialéctica alguna, y el espectador es quien deduce a que se deben esas formas tan drásticas —desde la sugerida mala relación con su madre, hasta un carácter ciertamente bronco—, que se diluirán en el momento en que la cooperación se antoje necesaria y la situación se revierta.
Johnson aprovecha el espacio para alimentar ese flanco paranormal del relato, y se afianza en el terreno despejando incógnitas que nos ponen tras la pista de una crónica negra mucho más consistente y juguetona. Lejos de despojarse de sus virtudes por abandonar ese misterio que rodeaba el caserón, Housebound empieza a funcionar en ese momento como algo que sólo había funcionado con reservas hasta entonces, un ejercicio que tiende al disparate y desenfreno sin importar cuales sean las consecencias, pero con un claro objetivo en mente: disponer todas sus piezas para entregarse deliberadamente al género y compensar así lo desequilibrado de un conjunto que no siempre se siente tan proporcionado como querría. De este modo, el último acto del film funciona más como una suerte de contrapeso que como un clímax que incluso su director llega a coartar en determinado momento. Pese a que su condición de ópera prima parece jugar en contra, el ideario expuesto —que, beba o no de otros films, por lo menos se siente propio—, ese espíritu inquieto y la eficacia de algunos segmentos hacen de Housebound una primera piedra de toque que se disfruta con suficiencia.
Larga vida a la nueva carne.