La desmesura de las buenas intenciones
Unos cortes superficiales que nunca llegan a abrir realmente la carne, que no consiguen hacer brotar ni una sola gota de sangre, que en ningún momento dejan cicatrices en la piel, así se podría definir Houria (Libertad), segundo largometraje dirigido por Mounia Meddour, que participó en la pasada edición del Festival de Málaga.
Houria (Lyna Khoudri) trabaja como limpiadora en un hotel, se prepara para protagonizar una importante obra de ballet, sueña con poder comprarse un coche, apuesta en peleas ilegales de cabras para sacarse un dinero extra, comparte sus inquietudes y deseos con su amiga Sonia y avanza por la vida guiada por ese impulso tan humano como es la necesidad de afirmarse como persona. El día que, durante una reyerta, un antiguo terrorista la empuje por unas escaleras y la deje muda y coja, su futuro construido sobre cimientos de arena se vendrá abajo y quebrará, de paso, su presente, obligándola a abrirse paso en el bosque espinoso en el que se ha convertido su existencia sin ningún tipo de manto que la proteja.
En Houria, Mounia Meddour apuesta por construir una cinta en la que, desde la aparente sencillez de su argumento y de su puesta en escena, los principales problemas que asolan a las mujeres —o a la población entera— de Argelia hagan acto de presencia y golpeen al espectador emocionalmente. La idea es diseñar un viacrucis tan casual como desgarrador y dejar que la protagonista, abandonada tanto por la suerte como por las instituciones, lo atraviese a base de tesón, fuerza y esperanza. Para echar más sufrimiento al fuego, la directora convierte la cámara en un martillo con el que agrede de forma casi constante la retina del espectador en su desesperado intento de transmitir de forma visceral el dolor que siente el personaje interpretado por Lyna Khoudri.
Así, temas como la precariedad que asfixia la vida en Argelia, el machismo que se levanta cada día con la intención de silenciar a las mujeres, el arte como forma de expresar el dolor, de ordenarlo y de construir con su piel un camino por el que seguir avanzando, la pasividad de la policía a la hora de ayudar a la población, el auge del terrorismo, la emigración como forma de alcanzar la vida soñada, la invisibilidad de las personas discapacitadas o el vínculo materno filial devoran la pantalla sin dejar un solo minuto de metraje para que los personajes respiren.
El principal problema de Houria es que el ansia de su directora por tocar todos los temas posibles termina haciendo que su cinta se ahogue con su propia voracidad. Mounia Meddour pasa de forma superficial por todas las líneas argumentales que abre sin llegar a profundizar en ellas; sin proponer ningún tipo de pregunta seria; sin denunciar nada con suficiente claridad; sin que los contratiempos que muerden la nuca de la protagonista lleguen a tener un desarrollo amplio. El ritmo frenético que se pretende conseguir a base de cortes rápidos y desmotivados se diluye en la pantalla por culpa de la desconexión que se siente con respecto a los personajes y, a partir de la primera hora, la pesadez hace acto de presencia.
El resultado es una cinta en la que las situaciones dramáticas se agolpan sobre los hombros de la protagonista sin que su angustia llegue a calar. Esto no evita que Lyna Khoudri ponga todo su empeño en defender su papel y, como resultado, ofrezca una interpretación digna de aplauso con la que hipnotiza al respetable lo suficiente como para que pase por alto algunos de los problemas —no todos— que zancadillean la obra. Para el final, la sensación de haber sido testigo de un ejercicio tan desmesurado y desnortado como bien intencionado inunda a un espectador que sale del cine con la retina llena de cortes superficiales que, probablemente, no le dejen cicatriz alguna.