Una cancha de juego ataviada por múltiples verjas metálicas, el lapso que indica el fin de una actividad para dar comienzo a la siguiente sugerido por unas mochilas reposando en el pavimento, uniformes idénticos, balones surcando el aire en busca de una nueva meta y movimientos acompasados. La estampa de aparente normalidad que no sugeriría otra cosa que un inocente juego en una tarde cualquiera se ve coartada por una mirada ajena, viscosa, que deforma la realidad a través de una lente condicionada por una perspectiva dislocada. El movimiento se ralentiza acompasada y calculadamente en un espacio que adquiere una nueva densidad, que apremia el detalle en busca de nuevos propósitos.
Un tranquilo barrio como tantos otros en una Australia pretérita —«No estamos en Nueva York», espeta un policía local a la madre de la protagonista al ir a denunciar su desaparición— sirve como foco central de una extraña ola de desapariciones protagonizada por jóvenes muchachas. Y en el epicentro del relato, dos mujeres: la compañera, que busca ante un grito desgarrado interior la complicidad para consumar ese lazo de unión interesado por una parte, doloroso por la otra; y la madre, un personaje que pretende (y clama) libertad y se encuentra en un plano lejano, interpelando a su hija para que abandone esa dependencia y sea ella misma, sin ataduras, con conciencia. Dos personajes, en definitiva, enfrentados que definen una visión retroalimentada, hallando en esa distancia el complemento mediante el que encontrar una evolución, una nueva vía de expresión.
Esas cadenas que mantienen a Vicki apresada a la cama de la habitación donde la retienen John y Eve, amplificadas a través de la interpretación del plano, obtienen un nuevo significado. Es, de hecho, el detalle aquel que cobra máxima importancia al escenificar la condición perdida a manos del espejo que supone ser la sociedad, el género opuesto. Ben Young articula su trabajo mediante una dominancia que se traslada a aspectos que ni siquiera son físicos o mentales, y que proclaman una sumisión fuera incluso del propio gesto o la palabra, manifestada en acciones que huyen de una nimiedad aparente para devenir reflejo de una esencia enmascarada.
Lejos de toda esa cadencia de planos insertados en una narrativa sosegada, Hounds of Love se mueve en una pugna psicológica que se va evidenciando con el paso de los minutos, tanto por el modo de manifestar dos carácteres que se sustentan mientras uno devora al otro, como por la verbalización de un personaje, el de Vicki, que busca en Eve tanto un último aliento de vida como una nueva mirada que le permita desvelarse de ese sueño que la mantiene adormecida, de ese extraño amor (?). Un sueño que ya se tornó en pesadilla en el pasado —el anhelo de unos hijos alejados de su figura—, y que con John vive un episodio que se desliza entre los celos y la rabia, mientras el juego de mentiras va calando, cuando es conveniente, en la alterada mirada de Eve.
Todo ello contribuye a propulsar un ambiente calmo, pero tenso al mismo tiempo, que tan pronto se rompe con las patrañas de John, como debido a esa violencia seca a la que es expuesta Vicki cuando el panorama se enrarece. Así es como Ben Young va tejiendo una atmósfera quebradiza, una atmósfera que muta en cada nuevo escenario vertebrando un relato que huye de lo explícito y se edifica en los miedos más primarios: el de ella, a perder y quedar apresada por un desamparo —«Es la razón por la que tengo comida en la mesa y un techo sobre mi cabeza», dice acerca de John— propiciado, en parte, por el comportamiento de él, quien busca en su dominio una respuesta al desequilibrio que predispone un complejo de inferioridad ante el que no sabe cómo actuar —ese que le lleva a ser humillado en público por otros hombres—. John encuentra en la autoridad, pues, una respuesta. Una imagen a la que aferrarse ante ese carácter voluble, débil.
El horror que proclama Hounds of Love va más allá de lo carnal, y encuentra en su confrontación psicológica suficientes motivos para asentarse. El trabajo del cineasta australiano, que sabe manejarse con sutileza en ocasiones —aunque, en algún momento, pierda esa mesura—, otorga valor extra a una crónica que tanto ha circundado el cine de terror durante años, y le ofrece un subtexto rico en lecturas, pero también capaz de dejar un trazo de emoción tras una pieza cuya angustia y respiración contiene el pulso de Young. Hounds of Love es en el fondo un retrato femenino y necesario, cuyo ahogado grito obtiene un motivo vital en sus últimas estampas: imágenes liberadoras y de un sentido tan bello como rotundo.
Larga vida a la nueva carne.