Reminiscencias de lo clásico frente al misterio de nuestro presente. A propósito del cine de Hong Sang-soo
«La gente no entiende tus películas.
¿Por qué sigues haciéndolas?»
Like You Know It All (Hong Sang-soo, 2009)
En uno de los mejores textos sobre cine escritos recientemente en nuestro país, La paradoja del estilo clásico, Jesús Urbano se preguntaba: «¿Cómo se puede mantener que el cine minúsculo de Hong Sang-soo está a cada película más cerca del cine épico de Griffith?» El crítico se atrevía a tender puentes entre cineastas aparentemente divergentes —Samuel Fuller y Béla Tarr, Clint Eastwood y Straub-Huillet, Buster Keaton y Tsai Ming-liang, Griffith y Hong Sang-soo—, trazando las primeras pinceladas para algo así como una genealogía de la mirada cinematográfica; desde la virtualidad de un cine clásico material, «artesanía mal resuelta», hasta la deformidad de un cine contemporáneo demasiado flexible, «un universo sin contornos, amorfo en tanto está plegado a lo infinito de la imaginación». ¿Y no es Sang-soo un cineasta en el que la tangibilidad que Urbano confiere al cine de Lubitsch se funde con la inmensurable experiencia de vivir en un mundo sin límites, donde anidan la materialidad contenida del cine clásico con la infinidad incontrolable del cine contemporáneo? En su cine, la realidad es expansiva en cuanto cada detalle y gesto surgidos en ella propician la posibilidad de un nuevo relato o, mejor dicho, una disgregación de este; imágenes que parecen reiterarse, rimar unas entre otras, quizá, al fin y al cabo, solo para hallar lo mismo que Urbano recoge de Griffith: «la belleza del viento moviéndose entre las hojas de los árboles».
Con este maravilloso texto en mente, resulta inevitable, pues, no percibir las imágenes de Like You Know It All (2009) —noveno largometraje de Hong Sang-soo— como deudoras de ese mal llamado “primitivismo” del cine mudo, en el que los personajes aparecen y desaparecen de un cuadro inamovible, como si de un mundo en sí mismo se tratara, fijo e impenetrable; y, al mismo tiempo, advertir la ductilidad de un cine posmoderno y constantemente (auto)referencial como es el de Wes Anderson. Así, cuando la cámara se mueve, como en la secuencia donde el protagonista de la película, un reputado director de cine que acaba de llegar a un festival en el que participará como juez, conoce al resto del jurado y miembros del certamen, el paneo de la cámara no solo se limita a seguir con inquietud a su personaje principal, sino que parece ir en busca del encuentro del resto de personajes, como si no quisiera abandonar a ninguno de ellos fuera de ese mundo fílmico construido con la precisión de un artesano. Un mundo delicado y bello, verdadero en cada una de las diminutas fisuras que lo constituyen.
Para aquellos familiarizados con la obra de Hong Sang-soo, este filme no se distancia de sus características esenciales, pero su fluidez es propia de una libertad distinta, capaz de propulsar una narración diluida en imágenes que rehúyen de una posible significación a la vez que se regocijan en su artificio. Una pureza incontestable, encandilada por los mecanismos que la conforman: zooms a elementos intrusivos en la puesta en escena, la panorámica como alternativa al contraplano, voz en off, fugas narrativas… Incluso el abrazo pasional entre dos cuerpos resulta maravillosamente extraño. De nuevo, cabe regresar al texto de Jesús Urbano para preguntarnos: ¿es el cine de Hong Sang-soo la manifestación de la realidad antes del signo, o al revés, el signo como forma de realidad?
Como en Antonioni o Weerasethakul, el relato en Hong Sang-soo desaparece paulatinamente y, con él, algunos de los diferentes personajes que lo habitan. En Like You Know It All, el pasado reaparece en el presente de su protagonista mediante personas que parecían olvidadas para, minutos más tarde, volver a desaparecer por razones que nunca terminan de esclarecerse. No obstante, el término “desaparición” parece demasiado condenatorio, pues la sensación definitiva al observar cada filme de Sang-soo es de dosificación. El plano como un fragmento de vida prolongada hasta el corte de montaje.
«— ¿Qué veías en el mar?
— Todo lo que había olvidado.»
¿Qué buscan los personajes de Hong Sang-soo en las películas que miran en una sala de cine o en el mar que contemplan solos en la playa de noche? ¿Qué busca, de hecho, el propio Hong Sang-soo? Jesús Urbano se pregunta si «la forma de repetir y abocetar historias del director surcoreano pueda equipararse a los posibles quebraderos de cabeza del gran padre del cine narrativo por dar con un estilo que fuese capaz de transformar la mirada en relato». Aunque, quizá, el relato solo es tal en cuanto se convierte en mirada. Porque cuando uno descubre, más de cien años después, un filme como The Unchanging Sea (D.W. Griffith, 1910), es imposible que la espera de una mujer frente a la inmensidad del oleaje marítimo no le remita, en cierto modo, a la obra de Hong Sang-soo. Las imágenes esculpidas en el tiempo por Griffith, articuladas como estamentos de toda la historia del cine, atraviesan a Keaton, Ford, Rossellini, Fuller, Tarr, Straub-Huillet, Eastwood, Ming-liang, Reichardt o Hong Sang-soo. La mirada del cineasta y la del espectador convergen en el objetivo de la cámara, todos ellos testigos de un sustrato de realidad irrecuperable en tanto que no es entendida como lo que ya nunca dejará de ser, una imagen en sí misma. El misterio, por supuesto, seguirá siendo irresoluble, como el cine de Hong Sang-soo, pero no por ello hay que dejar de hacer películas o, lo que todavía es más importante, dejar de mirarlas.