Hlynur Pálmason es un artista que estudiar con el manual en la mano. Islandés de nacimiento, el carácter de su cinematografía está comprometida con su idealización sobre lo humano y lo mundano. Tras ver varios de su trabajos, sin un orden concreto, hay algo que se ve con claridad en toda su filmografía:
Pálmason busca reproducir la imagen de un hombre en plena (de)construcción.
¿Cómo lo consigue? En sus dos primeros largometrajes, se ha centrado en un hombre (masculino) que se enfrenta desde la cerrazón perpetua a su cotidianidad laboral y a su familia delimitando la normalidad hasta un gran estallido incontrolable de los acontecimientos. En Winter Brothers, la que tal vez vive más de la experimentación visual, se centraba en el joven actor Elliott Crosset Hove. Para su último trabajo, ese que nos lleva ahora mismo a convertir a Pálmason en director de la semana, Un blanco, blanco día se ampara en la experiencia de Ingvar Eggert Sigurdsson. El director parece guiar un camino certero en sus historias que nacen, ajenas a la casualidad, en el mediometraje En maler (A Painter, para aquellos que no sepamos danés). En 2013 reunió a estos dos actores que tan bien han sabido dar la cara por sus largometrajes y los convirtió en familia, para dar rienda suelta a todo lo que certifica la huella de Hlynur Pálmason.
En maler sigue a un pintor, un hombre que impone su voluntad artística sobre la naturaleza, un creador de grandeza. Ajenos siempre a su verdadera labor o resultado, desde un inicio conocemos su relación con uno de sus hijos. Durante la elaboración de su último trabajo, contemplamos su forma de relacionarse tanto con su hijo como con los personajes que van pasando por esa casa amplia, gigante y transparente en la que habita. Un lugar sin alma y mucha tierra rodeándole. Es importante lo de tratar con personajes y no con personas porque Pálmason tiene su propia marca identitaria en cada uno de sus films: el islandés es un experto retratista.
Las instantáneas una vez avanzada la película, que en una primera visualización nos resultan sorprendentes, se convierten en hábito para romper con el diálogo del film. Siempre repasa cada uno de esos personajes que engloban sus historias, les planta de un modo estático frente a la cámara, siempre centrados en la pantalla, apenas unos segundos para intensificar su presencia y su amplia o escasa repercusión en los hechos que vendrán y dinamitarán la tensión ejercida por los protagonistas.
Porque esos hombres no comprometidos del todo con las normas sociales, ollas a presión dispuestas a romper con la normalidad y liarse a golpes con la vida, con una mujer como obsesión o entretenimiento, pero nunca como protagonista de sus propias palabras, en plena evolución hacia el desastre y siempre impactados por sus relaciones familiares más cercanas son los tipos que, ajenos a la instantánea, mejor definen el cine del realizador.
El otro pilar que cimenta la extenuación de sus películas es su gusto por entornar la vista y dignificar el espacio como un personaje más. Si la familia se convierte en el ‹punch› sobre el que volcar una indómita y a la vez calmada exasperación, el hogar es un bastión imprescindible para comprender a sus protagonistas. En En maler una casa de concepto abierto ve desde sus amplios ventanales una vieja caseta de trabajo que poco a poco se transforma en el centro neurálgico de la trama; en Winter Brothers una gran mina es el simple pie de una pequeña casa prefabricada para sus trabajadores, donde se va torciendo la realidad del protagonista; en Un blanco, blanco día vemos cómo una especie de fábrica se va transformando lentamente en un acogedor hogar en el que ocupa exclusivamente su tiempo Ingimundur, como si quisiera fusionar el todo y la nada de sus dos anteriores trabajos.
Son sus verdaderas obsesiones literarias: el hombre y la familia, el hombre y el trabajo, el hombre y la sociedad, el hombre y la construcción de su hogar. Pero por encima de la narrativa, podemos gozar de su saber hacer visual. Disfrutando de la opresiva belleza abocada a la nada de tierras danesas e islandesas, los espacios se expanden ante su cámara para gozar tanto de los barridos como de la estaticidad y la paranoia de los perfeccionistas por las simetrías. El entorno se vulnera consiguiendo una batería de imágenes para el recuerdo con cada nuevo trabajo. Un gusto sin duda adquirido de su otra labor como artista visual, aquella que plasma, como su protagonista en En maler, en el papel, en el espacio y en la creatividad como intervencionista.
Así, Hlynur Pálmason se compromete con una cuadrícula exacta que repetir en cada film y, a pesar de ello, consigue que el resultado sea totalmente novedoso en cada ocasión. Es tal vez su constancia ante lo indómito lo que convierte su mirada en una de esas apuestas por un cine de sentimiento y espectáculo sin salirse un solo milímetro de sus ideales. Se podría decir que Pálmason es el espejo de su propio trabajo: El hombre y sus señas de identidad.