El estilo literario de Edgar Allan Poe, oscuro y norteamericano, que tantos éxitos le aportó al adaptar sus escritos a los miedos terrenales y la morbosidad, suscitó grandes tragedias en el siglo XIX, y junto a su conocido El Cuervo escribió a lo largo de su trayectoria una serie de relatos cortos entre los que se encuentran los que protagonizan esta Historias Extraordinarias (nombre que también tienen los libros que recopilan algunos de estos cuentos), extrayendo tres de sus asombrosos escritos para este proyecto.
Amparados por algo que el mismo Poe afirmó, sus historias carecen de tiempo en el que transcurrir, y el lugar podría ser cualquiera, pero tres de los principales realizadores del cine europeo se atrevieron a dar una forma visual y un tanto personal a las palabras del escritor. Ellos son Roger Vadim, Louis Malle y Federico Fellini, que con actores tan famosos como ellos desplegaron alas y sacudieron el polvo a estas Historias Extraordinarias y colmaron una película que entre fatalidades va de menos a más.
Roger Vadim alza el telón con una adaptación de Metzengerstein, y fiel como nunca al cine francés hace un uso continuado de una voz en off que nos sitúa frente a la condesa Frederique, una bella y voluptuosa mujer que nada en riquezas y caprichos a quien se le permite todo y que disfruta con su crueldad y altanería, rallando lo obsceno en sus juegos de cama y perjudicando a quien no la complace. El morbo toma presencia con otra fidelidad de Vadim al convertir en diosa a Jane Fonda con una mirada traviesa y unos vestidos insinuantes e inusuales, que lleva sus caprichos hasta la obsesión por la presencia de su primo y único hombre enfrentado Wilhelm (Peter Fonda). Apoyado en la ambientación de grandes castillos, lujosas estancias y solitarios prados y playas, consigue deslumbrar en el destronamiento de Frederique cuya evolución la transporta hasta una destrucción buscada de quien todo lo tiene y el vacío interior le lleva a un encuentro con su conocimiento absoluto. Es posiblemente el fragmento más flojo, apoyado en las apariencias sin aprovecharse de las trampas y deleitándose de la carnalidad que suscita la maldad.
Sobre maldad mucho tenía que decir Louis Malle, el otro francés de los directores presentes. En su texto elegido, William Wilson, seguimos la vida que Alain Delon le cuenta a un cura, no como redención, sólo por intentar comprender qué le ocurre, donde su nombre William Wilson, parece la clave de todos sus problemas. Encontramos un niño indisciplinado que sólo tiene malas ideas y está dispuesto a hacer sufrir a quien le rodee hasta que alguien le planta cara, un niño con su mismo nombre, dispuesto a desafiarle y sacarle de sus perversos planes. Pese a cómo marca que alguien se entrometa y no le permita a uno mantener su protagonismo, su irreverencia continúa sin esa presencia, y convertirse en un adulto no ayuda para seguir danzando con el mal, permitiendo que los encuentros puntuales se sucedan en otras ocasiones. Un hombre sin capacidad de reflexión, a quien no le importa lo que ocurra a otros que no sea él mismo, permite que Malle trace la presencia de un alter ego que se convierte en un desafío y no en un toque de atención, su modo de disfrazar con elegancia y brutalidad el sentido de la responsabilidad, incluyendo un duelo de cartas frente a una morena y altiva Brigitte Bardot que destruye la máscara de Wilson y reduce todo a la ausencia de culpa dándole rostro a la muerte.
Es ese aspecto de compañero de la muerte y la oscuridad el que protagoniza la última y más libre adaptación de Poe. Federico Fellini disfraza la historia Nunca apuestes tu cabeza al diablo, disfrazado para la ocasión con el título Toby Dammit, que a su vez da nombre al personaje de Terence Stamp. En un superfluo mundo de tonos ocres y exaltados llega el actor británico Dammit a Roma para rodar una película. Pero esa ciudad es desde el primer momento un escenario infernal y excéntrico donde las personas que le rodean parecen captadores de almas, pérfidos ladrones de lenguas afiladas que acosan al ente principal que no es santo ni tiene devoción alguna más allá de los amargos licores que estilizan y distorsionan su ya decadente realidad. Hay una niña de vestido blanco y rasgos aparentemente asiáticos que le ronda como una tentación al gran intérprete de obras Shakespearianas, que no es más que otro hombre preocupado por sí mismo y por nada más. Su autodestrucción lidia con el mundo del cine, ya de por sí oscuro y peligroso, y un Ferrari servirá de vehículo literal para dirigirse vertiginosamente a la locura y al abrazo con la verdadera presencia en la tierra de lo que algunos llaman el mal. Es esta la historia más potente de un desquiciado final, con una abierta lectura de las palabras de Poe transportada a la actualidad de la edición de la película, la soberbia se adapta al estilo de Fellini y juntos dan el espaldarazo definitivo al conjunto.
Porque la selección sigue unas mismas pautas, todos hablan del mal, que lleva a la locura impulsados por la necesidad de saciar su curiosa altivez que les espera a la vuelta de la esquina para abrazar el final. Todos personajes fuertes que se dilatan hasta alcanzar el límite al encontrar otra persona que desmonte el suelo que pisan y les haga reaccionar bruscamente sin dar nunca su brazo a torcer. Todos fieles a esa morbosidad que aporta la ausencia de normas.
Aún así, pese a sus puntos comunes, todas se distancian al entrar en el terreno y los gustos de cada director dando paso a singulares visiones de las enseñanzas del cautivador Edgar Allan Poe.