Nunca existirá un consenso pleno respecto a Lavapiés. Para algunos siempre será el barrio por excelencia de Madrid, donde se juntan todas las virtudes en materia cultural, social y gastronómica de la capital. Para otros, será considerado eternamente como un barrio donde la delincuencia y la pobreza campan a sus anchas. El cineasta Ramón Luque prefiere centrarse en lo primero. Así, para abrir su última película Historias de Lavapiés, utiliza planos de lugares del barrio mientras suena una musiquilla lenta de fondo. La típica secuencia inicial que firmaría Woody Allen, vamos.
Cerca de presentarse como un documental (sobre todo en el aspecto formal), Historias de Lavapiés en realidad pretende efectuar una radiografía de la mencionada barriada a través de la ficción. El protagonista de la historia es Ernesto, un profesor que vuelve a ejercer tras haber tenido un conflicto con el padre de un alumno hace un año. Es un tipo algo intolerante, desconfiado y, según un amigo suyo, mantiene un estatus económico por encima de lo típico del barrio. A su alrededor van confluyendo varias historias de diferente carácter. ¿Los temas a tratar? Mendicidad, prostitución, delincuencia, educación y, englobando a todos ellos, la inmigración. Como telón de fondo, por supuesto, la crisis económica actual que se ha encargado de agravar todos esos problemas ya presentes desde hace un tiempo.
En definitiva, es la típica película de historias cruzadas en la que sólo Guillermo Toledo en el papel de Ernesto ostenta la categoría de protagonista. Le acompaña un reparto coral en el que unos actores están más atinados y a otros se les nota que esta profesión no es lo suyo, escoltados por alguna brevísima aparición que casi podríamos considerar como un cameo (el tan de moda Javier Gutiérrez, por ejemplo). Hay que destacar que, pese a lo serio de la temática, Luque procura mantener siempre un tono ligeramente cómico a la hora de desarrollar el argumento. De esta forma, la cinta termina siendo una mezcla de comedia y drama apta para todo tipo de espectadores, pero que en ciertas cuestiones echa en falta algo más de profundidad. Para ser exactos, la historia de la prostituta está un poco cogida con pinzas, tanto por sus continuos cambios de sentido como por alejar a la película de su verdadera esencia. También desluce un poco al resultado final la trama de la sirvienta, en la que se dan demasiadas vueltas para al final no avanzar demasiado. Algo parecido sucede con lo del mendigo, pero en esta ocasión sí existe un cierre a la altura.
Más satisfactorio resulta todo lo referente a la educación, que si no está tratado con más detenimiento se debe a la falta de metraje. En pocos minutos se nos muestran todos los problemas que atañen al profesorado de un instituto público hoy en día: más horas de trabajo, temor a posibles despidos, aumento de alumnos en las aulas, incívico comportamiento de estos, el entrometimiento de los padres y, por extensión, la variedad étnica de los alumnos que provoca muchos conflictos entre ellos. Obviamente su análisis educativo dista bastante del que pudimos ver en, por ejemplo, la excelente La clase (Entre les murs, Laurent Cantet), pero entre lo plausible de la historia y lo bien narrada que está, hacen de estas escenas lo mejor de la película.
Algo que resulta menos gratificante para aquellos que hemos caminado bastante por el barrio de Lavapiés es que la película no se centra en exceso en todo lo referente al barrio. Es decir, exceptuando las conversaciones que los personajes mantienen en el café-librería La libre y algún plano de ellos caminando por las calles del barrio, lo que nos cuenta Ramón Luque podría suceder prácticamente en cualquier vecindario de características similares. Se echan en falta más lugares típicos de Lavapiés que sean propiamente típicos de la zona y que tengan un peso en el argumento, como así parecía dejarse entrever con esa introducción a base de planos de edificios y calles. Sobre todo cuando hay otras escenas que poco tienen que ver con el barrio (la Librería Ocho y Medio, por ejemplo, está a una media hora de Lavapiés).
En el haber de Historias de Lavapiés, además de las virtudes que mencionamos con anterioridad, se encuentra la agilidad a la hora de evolucionar el argumento. No hay ni un segundo en que la película resulte aburrida o intrascendente, todo lo que vemos tiene sentido propio y aporta su granito de arena al resultado final de la obra. Como comentábamos, tampoco se trata de un filme excesivamente arriesgado, que no apuesta por resultar más trascendental y que, al fin y al cabo, no remata en una obra cinematográfica que pueda perdurar en el tiempo. Pero se agradece el buen y entretenido rato que hace pasar.