Un plano aéreo posa su mirada sobre un vecindario que podría ser otro de tantos si no fuese por un detalle: su condición. Benjamín Naishtat ya advierte a través de esa simple secuencia, donde un helicóptero recorre una extensión de terreno a la vez que va turbando la idílica —en apariencia— paz de la comunidad que sobrevuela, hacia donde se dirigirá la atención de una ópera prima que encuentra en el seno de una inusual violencia —no tan abrupta, subyacente en un plano prácticamente imperceptible— el foco necesario para dar voz a su radiografía. Una radiografía en la que nada es lo que parece y el conflicto se desata de forma subrepticia, centrando la observación en escenas de una normalidad aparente que, sin embargo, revelan un estado de alerta mucho más pronunciado de lo que el cineasta argentino parece apuntar en esta Historia del miedo.
El autor de la posterior El movimiento —su segundo y, hasta la fecha, último largometraje— crea un engranaje que se aleja de este modo de un carácter al que apela en todo el espectro social: desde la clase trabajadora hasta un alto estrato que mora en sus acomodadas propiedades de terruños inacabables. El miedo al que alude el título del film, queda contrastado en ambos marcos; ese miedo, ese temor suscitado por una violencia no siempre exteriorizada que habita en el rincón más profundo de la sociedad, trasladándose a situaciones tanto aparentemente cotidianas como otras imbuidas por una rareza que en realidad no hace sino constatar las suspicacias del individuo ante aquello que quizá ni siquiera debería suponer un peligro ‹per se›.
Historia del miedo promueve cierta angustia que constituye parte de su discurso, y que desentraña mediante una narrativa sin hilo conductor aparente, donde la continuidad es coartada constantemente —hay secuencias cuyo contenido no posee resolución alguna— en pos de una forma de caos que domina ese espíritu, la desconfianza e inseguridad de un pueblo preso por sus propias dudas, incapaz de arrojar raciocinio a coyunturas que quizá no requerirían más que eso. Naishtat construye así una atmósfera traslúcida, que ni siquiera se siente como tal, y transita su discurso mediante un tono variable que encuentra tanto en situaciones como personajes la forma de continuar moldeando una disertación que no se detiene en el día a día de los personajes, y expone también el papel de las formas de comunicación como herramientas de control —el video de un tiroteo en mitad de la calle, la madre del protagonista viendo la tele sin sonido porque todo son «insultos y pavadas»; en definitiva, ese tenue hilo de violencia que repercute en los miedos de una sociedad que, incluso desde los altos círculos, teme ver revocada su posición de confort—.
El estado de convulsa realidad retratado por el cineasta —casi siempre a partir de pespuntes: esa madre enfrentándose a un repartidor, el conflicto surgido por un padre y un hijo tras el insulto que este le profiere, la alarma de una casa que provoca incertidumbre en sus dueños…— se aísla en determinados momentos que supuran una palpable extrañeza, no tanto por como los perciben sus personajes, sino por el modo de amplificar su universo a través de una patente distorsión. Ese hecho, más allá de sucesos puntuales, también encuentra voz en uno de los personajes, Camilo, quien inquiere al resto de individuos forjando un ambiente de inestabilidad que no hace sino hablarnos del desconcierto al que se ve sometido el pueblo, sea cual sea su índole.
Historia del miedo no explicita las causas de esa angustia que bordea una sociedad intranquila. Hay en ese sentido una cierta transparencia en la filmación que se traslada a cada uno de los escenarios alimentando la carencia de motivos. Asistimos, por tanto, a los efectos de la agitación que fomenta el relato, pero en ningún caso a unos estímulos que permanecen ocultos. Los elementos que dispone Naishtat —ese alambrado que evoca el desconcierto tras él, la pistola en la mano de ese guardia de seguridad que levanta susceptibilidades…— trasladan la desconfianza a otras parcelas, pero no indican razones, sino más bien la procedencia de un germen que encuentra sus orígenes en un panorama inestable.
El argentino expone a través de ello las necesidades de un cine que encuentra en su capacidad de sugestión, en la forma de releer cada uno de sus contextos, el punto de partida idóneo para seguir explorando la realidad de su país desde una perspectiva, si bien con detalles por pulir, otorgando manifiesta continuidad a una radiografía que, cada vez más, parece en manos de sus cineastas.
Larga vida a la nueva carne.