El dolor tiene un vacío
no puede recordar
cuándo comenzó o si hubo
un día en que no existiera
La primera estrofa del poema número 650 de Emily Dickinson puede servir como un argumento aproximado a los sucesos narrados en esta biografía crepuscular, una narración que aborda la vida de la poetisa norteamericana. Desde su abandono de la institución religiosa en la que estuvo internada, y concluye al final de sus días. El director británico vuelve a viajar hasta Estados Unidos, hasta Amherst, la localidad natal de la escritora, perteneciente al estado de Massachusetts. La ubicación no es importante ya que los escenarios en los que se desarrolla la acción son espacios interiores en la casa de la familia Dickinson.
El gran acierto del veterano cineasta es su acercamiento a un subgénero propio del melodrama como es el biográfico, con respeto a la estructura lineal en la exposición cronológica de los acontecimientos. Sin embargo este método no es dócil con las reglas del biopic, sino que las lleva a su propio territorio autoral, al mismo tiempo que logra un homenaje auténtico a Emily Dickinson. Terence Davies le da una dimensión humana al mito, ajeno al fervor de seguidores fanáticos de la autora. Toma su figura para tratar de conocerla, sin juzgarla ni santificarla. Gracias a la difícil composición de Cynthia Nixon, que da presencia y espíritu a una mujer muy inteligente, dubitativa, capaz de cuestionarse a sí misma y a todo lo que la rodea. El trabajo del reparto al completo en los papeles de los hermanos, interpretados por Jennifer Ehle y Duncan Duff, sumados a Joanna Bacon como la madre. A un breve aunque divertido e intenso carácter de la tía Elizabeth a cargo de Annette Badland. Por supuesto ese cabeza de familia que recupera para el cine al gran Keith Carradine, con su padre severo pero justo, en difícil equilibrio con la caricatura de hombre responsable. Todos ellos y algunos más, funcionan en mayor o menor medida como satélites que saben dar la réplica y emoción necesarias a la protagonista, una energía que funciona casi como un agujero negro que absorbe la potencia de los demás personajes presentes en el plano y contraplano. Merece la pena resaltar la entrega del elenco, sobre todo cuando es un retrato de personajes humanos, no arquetipos, seres complejos de los que la que menos sale beneficiada por su poca empatía es la propia Emily Dickinson. Historia de una pasión no es el film antológico y fervoroso que esperan los lectores de su poesía, porque realmente nos acerca a la persona, no a una leyenda de la lírica. ¿Es usted admirador o seguidora de Emily Dickinson? Esta no es la película que espera encontrar, razón de más para ser atractiva a cualquier espectador, incluyendo a un público que adore a la poeta sin cerrar su curiosidad por otra forma de verla. Hay suficientes versos recitados por Cynthia Nixon que nos dan una idea a los espectadores profanos en su literatura de la calidad y vigencia de una obra que sigue viva, con atractivos para leerla impresa.
El largo se desarrolla por tanto como una biografía llevada hasta sus últimas consecuencias, fundiendo sus secuencias con la fuerza vital de la artista que aparece durante todo el metraje. No existen concesiones al edulcoramiento, a la simpatía forzada ni al sentimentalismo porque se trata de una mujer encerrada en su propio laberinto dubitativo, cerca del radicalismo moral que se impone a sí misma y la encierra entre las paredes de su dormitorio. Su personalidad no la marcan las circunstancias hostiles del entorno ni la pobreza, ni su enfermedad, sino una psicología integrista que la martiriza e impide otras relaciones.
Terence Davies se toma tiempo para contar estas instantáneas de vida con una puesta en escena que no necesita coartadas estéticas, solo la sabiduría de encontrar la composición más idónea y situar la cámara en el lugar requerido, con picados en aplomo incluidos. Emplea sus reconocibles panorámicas completas, con giros de trescientos sesenta grados, describiendo en pocos minutos los sentimientos e impresiones de grupos familiares en una progresión de acciones simultáneas. Con un equipo de dirección artística en colaboración estrecha con los de fotografía, sonido, vestuario y caracterización, el realizador nos coloca dentro de la mansión familiar y algunos exteriores escasos, situándonos a mediados del siglo XIX. En la propia escena, no ante un escenario. Evoca esa Guerra Civil que tuvo tanta importancia en la época tratada, aunque solo quede trazada por fotografías primitivas de las batallas y el sonido lejano de la contienda. Por si fuera poco esa maestría en sacar partido de todo el conjunto artístico y técnico de la producción, destacan soluciones narrativas puramente visuales, con el uso de la técnica del morphing, sobre las fotografías de los personajes principales para mostrar el paso del tiempo, unido al cambio, aquí justificado de forma excelente, de actores jóvenes a otros maduros, unas breves transformaciones que resultan conmovedoras y escalofriantes.
El director conecta esas Voces distantes por las que fue conocido en nuestro país en el año 1988, como si se tratase de un círculo no premeditado, y las une a esta pasión tranquila, pero atormentada. Un paseo por la amargura que comienza con la luminosidad de la primavera, la luz del sol traspasando las ventanas del hogar de los Dickinson, para luego mostrar los tonos pardos, centelleantes de los candiles que apenas dan calidez a colores metálicos, gélidos, una gama cromática más cercana al gris y colores que oscurecen el último tramo de la película.