Regreso a las ruinas
El primer largometraje de Jaime Puertas es una continuación —o, mejor dicho, un regreso— a su anterior cortometraje, Los páramos (2019). En ambas películas, el cineasta granadino retrata su tierra originaria —la Puebla de Don Fadrique—, pero no pretende capturar aquello puramente material, sino que parte de la evidente materialidad de ese no-lugar para así dar paso, a través de la mirada de su cámara y, en especial, la textura propiciada por el formato 16mm, a una nueva dimensión de lo real. Sin embargo, en Historia de pastores, la habilidad de Puertas para sugerir choca, de nuevo, con su falta de concreción, una flaqueza que, a fin de cuentas, impide realmente sentir la posibilidad del más allá al que apela su engranaje cinematográfico.
Historia de pastores es confusa en términos de espacio, tiempo y género, se sitúa en una especie de “tierra de nadie” total, algo, a priori, arriesgado y para nada reprobable; la película sucede en Andalucía, en 2027, y es un cruce entre la ciencia-ficción y el realismo social. El filme propone un recorrido a través de espacios desolados, historias desconocidas y comunidades olvidadas que bien podría recordar al cine de Apichatpong Weerasethakul o Pedro Costa, no obstante, con quien comparte no solo ejes temáticos, sino también mismas problemáticas, es con autores del “otro cine español” más reciente, pienso especialmente en Chema García Ibarra o Carla Simón (cineastas muy reivindicados en la ESCAC, la universidad donde estudió Puertas). Ambos han abordado, con estilos completamente diferentes, la cuestión de la confrontación entre progreso y tradición —aquí ejemplificado en las imágenes de drones sobrevolando las tierras de pastoreo— y han creído en el cine como herramienta para señalar un olvido, el de un territorio o una forma de vivir, ya sea en un entorno rural o urbano, ideas muy presentes en Historia de pastores. Y, aunque la mirada de Puertas abraza con más contundencia que la de Ibarra o Simón el misterio y abstracción que irradia su material de observación, todo ello parece tratado como un gran objeto de estudio, incluido el trabajo con sus actores no profesionales, que no dejan de ser eso: objetos, figuras verborreicas limitadas a la declaración de discursos e historias sobre la desaparición del pasado y al posado artificioso y forzado frente a una cámara encasillada en un dispositivo demasiado generalizado y enunciativo. Todo esto confiere a buena parte del filme una funcionalidad estética, de hecho, existe un trabajo fotográfico notable, con momentos realmente bellos haciendo un uso impecable de los últimos resplandores de luz natural, pero es un impedimento a la hora de profundizar más allá del limitado planteamiento formal y teórico propuesto por Puertas.
En cualquier caso, a diferencia del academicismo camuflado de Carla Simón o la extravagancia forzada de García Ibarra, Historia de pastores equilibra —cabe apuntarlo, con ciertos ecos de Straub-Huillet— perfectamente su austeridad y contención escénica con su atmosfera de extrañamiento constante, además de conjugar elementos paisajísticos y urbanos en relación con la idea de la ruina como último vestigio del pasado con el objetivo de llegar a un tramo final realmente sorprendente. Porque, pese a todo, Jaime Puertas ofrece algunos de los minutos más interesantes que ha dado el cine español este año, al imaginar una posible reconstrucción de este lugar en ruinas mediante la rotoscopia, es decir, al transferir la recuperación de los espacios perdidos de su película dentro de un marco digital, quizá señalándolo como la dimensión del más allá a la que nos referíamos anteriormente.