Que el cine de Albert Serra no es apto para todos los públicos es algo que ya habíamos venido advirtiendo con trabajos anteriores suyos como Honor de cavalleria o El cant dels ocells. Pero no serlo no pasaba tanto por realizar un cine marcadamente autoral y con rasgos que amplificasen precisamente ese carácter, sino más bien por el hecho de escapar a toda preconcepción y realizar un cine sin ataduras, algo que en ocasiones incluso a los grandes autores se les escapa. Más de uno podrá pensar que una apreciación así es en cierto modo atrevida, pero es suficiente con conocer por encima el «modus operandi» de un cineasta como Serra para saber que no está ante algo común, no tanto a nivel formal, sino más bien de concepto, discursivo, un concepto que siempre nace a raíz de los personajes dibujados por el catalán e intencionalmente escogidos de un mosaico en el que predomina la naturaleza mítica de los mismos.
Esa línea queda siempre dibujada a través de distintos aspectos, y mientras en Honor de cavalleria el particular Don Quijote de Serra se reafirmaba constantemente aludiendo a la figura del altísimo en una diatraba que bien podía encerrar un deje irónico, más tarde los Tres Reyes de oriente lo hacían a través del camino recorrido o, mejor dicho, a través de su errante trayecto en busca del ¿mesías?, el Casanova de esta Història de la meva mort lo hace a través de los placeres más básicos (mujeres, comida —portentoso el uso del sonido que hace el autor en este aspecto—, bebida, lectura, escritura e incluso algo tan mundano como defecar), logrando así que la descripción del personaje obtenga cierta riqueza en los matices basados en el detalle que, además, enriquecen un universo cuya definición se establece básicamente a través del personaje.
En ese universo, la recreación (en más de una ocasión, con un exquisita inclinación hacia lo pictórico) realizada por Serra no sorprende si atendemos a las características de sus anteriores trabajos —que con tan pocas alharacas lograban resultados de lo más interesantes—, y a ese modo en que el paisaje casi atrapaba a los personajes de Honor de cavalleria o el plano era capaz de sostener las virtudes de El cant dels ocells. O, dicho de otro modo, no sorprende el modo en que el cineasta es capaz de moverse entre esas dos etapas que nos llevan de un particular racionalismo a ese oscurantismo que invade la pantalla en el último tercio, y es que el lienzo tendido en Història de la meva mort revela estampas portentosas, por ello sería quizá impreciso decir que no sorprende: lo que no sorprende, más bien, es la capacidad de maniobrar en esos espacios de Serra.
No obstante, esas virtudes escénicas quedan eclipsadas por factores que anteriormente había manejado a la perfección y aquí se antojan, en su uso, un tanto reiterativos o incluso enfáticos de más. Especialmente chirriante es el caso del empleo de la banda sonora, que en sus anteriores trabajos se ceñía a un momento muy conciso (además de idóneo) y en esta nueva obra invade espacios y momentos buscando aquello que, en realidad, ya logra la puesta en escena realizada en el film: así, el hecho de intentar dotar de una uniformidad a esos espacios a través de la música, lo único que logra es un efecto contrario, extraviando las cualidades básicas de la película, y haciendo que esa búsqueda de una ambientación, una atmósfera o, incluso una transición entre sus distintos pasajes, fracase.
Pese a ello, esa ya mentada capacidad del responsable de Honor de cavalleria por configurar espacios y dotarlos de una específica consonancia hace que sea tan fácil entrar en ellos como verse escupido si alguna de las piezas rechina lo suficiente. Es en ese aspecto donde la virtud de Serra vuelve a emerger para llevar los dos primeros tercios de film a un último capítulo en el que predomina un tono más ennegrecido, bañado en la sombría aparición de ese Conde Drácula surgido para la ocasión, y aunque el talento entorno a un trabajo más atmosférico —aquí si— en apenas unos segundos quede destronado por la falta de progresión que hay en ocasiones entre escenas, lo cierto es que Història de la meva mort gana enteros en ese terreno.
Un terreno en el que Serra podría haber aspirado a más de haber equiparado la construcción de su Drácula a la de Casanova, personaje al que dedica más de medio film en descripciones, amén de estar ayudado por la presencia de Vicenç Altaió, que confiere empaque al personaje, y ante el cual la figura del conde de la noche empequeñece; quizá la concepción de ciertos momentos dote de cierta fuerza a un personaje que, haciendo a un lado otros aspectos redundantes de la obra, y habiendo trabajado más, cobraría el peso que realmente merece y ensalzaría ese último tramo en el que el predominio de ciertos elementos e incluso el levantamiento de alguna que otra secuencia no son suficientes.
Història de la meva mort es, sin embargo, una muestra apreciable de un cine de marcado sello que, además, hace colindar el fantástico con etapas de nuestro pasado, especialmente en ese choque (que en realidad no es tal, ya que Drácula se manifiesta en el territorio donde se encuentra Casanova sin que la presencia sea realmente advertida por el mujeriego marqués), y en cuya fuerza radican las formas de explorar nuevos caminos del cine de un autor que, guste más o menos, se podría tildar de necesario: obviando sus impostados desmanes, que un realizador como Serra comparta espacio en un país donde el género y la autoría apenas resuenan con fuerza, se antoja preciso, y es donde reside, quizá, la mayor valía de los trabajos del catalán.
Larga vida a la nueva carne.
Muerte abrupta sin rastro ni gloria.