La crisis por el relevo generacional en Ghibli ha supuesto un quebradero de cabeza para el estudio durante décadas, y se ha revelado como el talón de Aquiles de uno de los sellos más fiables de la animación contemporánea. Uno de los nuevos talentos que surgieron de esta búsqueda, y probablemente el más consolidado de todos ellos a día de hoy, es Hiromasa Yonebayashi, quien recientemente, tras firmar dos de los últimos largometrajes de Ghibli hasta la fecha, ha dirigido su tercera película, Mary y la flor de la bruja, con la producción de Studio Ponoc, mostrando en ella una clara continuidad estilística con el cine de Ghibli y de Miyazaki en particular.
Yonebayashi debutó en 2010 con Arrietty y el mundo de los diminutos, una película basada en la novela Los incursores de la británica Mary Norton, y que trata de una familia de personas diminutas que viven en el rincón de una casa humana y toman “prestado” todo lo que necesitan, a riesgo de tener que mudarse si son vistos una sola vez. Arrietty, la hija adolescente de la familia, se mete en problemas cuando Shou, un chico humano recién mudado a esa casa, logra verla en una de sus incursiones.
Este escenario clásico de choque entre dos mundos, en este caso el de los humanos y el de las personas diminutas, es toda una invitación a jugar con la narración visual que saca jugo al potencial de la animación como medio, y el trabajo en esta cinta da buena cuenta de ello. Los pequeños detalles de la vida cotidiana de la familia de Arrietty, que reimaginan la utilidad de objetos cotidianos al reducir la escala (el alfiler-espada, las galletas molidas para conservar en grandes sacos, la cinta adhesiva que permite escalar un armario), la perspectiva amenazante con la que perciben estos la presencia habitual de humanos en la casa y, en general, la observación que hace la película de sus distintos elementos teniendo en cuenta ambos puntos de vista, y alternando entre ellos, es por sí solo algo por lo que merece la pena verla.
Este esfuerzo de ambientación e inmersión sin embargo no se reduce a jugar con las dimensiones. Particularmente importante en una película como esta, y uno de sus mayores aciertos, es el sonido. La forma en que magnifica o reduce los ruidos y logra con ello transmitir una sensación de pura desconexión emocional entre Arrietty y Shou es una herramienta narrativa muy importante que resalta sus diferencias, la desconfianza de Arrietty y la dificultad para entender sus verdaderas intenciones. La escena de la incursión nocturna, en la que todos los elementos estéticos mencionados convergen para ofrecer una tensión genuina en ese primer encuentro, se encuentra entre las mejores secuencias del Ghibli de esta década, si no la mejor.
Pero los méritos visuales y sonoros no se reducen a resaltar el choque mencionado, y sería injusto limitarse a esa perspectiva en una cinta en la que la experiencia estética acompaña y condiciona de tal manera todos los aspectos de su narrativa. Tan esencial como los efectos de sonido es su hermosa banda sonora que evoca la calma, la nostalgia o la tensión del momento, a veces siendo incluso más elocuente su ausencia que su uso. Tan importantes como el énfasis en las dimensiones son los rayos de sol, la lluvia, el paisaje del jardín lleno de tonos verdes; también la forma detallada en que cada uno de los personajes se mueven y reaccionan ante lo que les rodea, desde la confianza y despreocupación con la que Arrietty se prepara ante el espejo para realizar la incursión hasta la estoicidad prudente de su padre que mantiene los pies en la tierra, desde los gestos débiles y sedados de Shou por su enfermedad hasta la energía infantil de Haru ante la idea de encontrar y atrapar personas diminutas.
Su guión es probablemente el aspecto más irregular de la cinta, en particular por el contraste tonal generado por la última media hora y el ritmo más precipitado que tiene como resultado. Esta sensación es en cierto modo inevitable al introducir ese elemento de conflicto brusco y convertir la película en una pequeña aventura llena de riesgo y tensión. No es tampoco una película especialmente destacable en lo que se refiere a escalar de manera gradual las relaciones entre los personajes, aunque en este aspecto sí ayuda y mucho el lenguaje visual a cubrir los huecos que la narración no rellena de manera explícita, y tanto el progreso global como la conclusión son plenamente satisfactorios.
En todo caso, estos fallos, si es que pueden siquiera denominarse así, no son capaces de deslucir un ápice de todo el mérito de esta cinta, un debut que demuestra una madurez en la animación, el uso del sonido, la forma de caracterizar a sus personajes y también, con la excepción de los fogonazos de esa última media hora, en la gestión de un ritmo lento, metódico y observador. La influencia de Miyazaki es obvia, no solamente en el guión que firma este, sino también en esa ambientación, esa manera de expresarse visualmente que tienen los personajes y esa filosofía base en su cine que es el énfasis en animar con idéntico mimo gestos irrelevantes y puramente transicionales, como el esfuerzo de abrir una ventana vieja o el primer tropiezo al intentar espantar a un cuervo que se cuela por la ventana.
La ópera prima de Yonebayashi también es, de momento, su obra cumbre, y no es por falta de calidad de sus trabajos posteriores. Es una gran muestra de talento y eficiencia, aunque desde un punto de vista negativo podría hablarse de un cierto conformismo estilístico que su última película ha acentuado, una dependencia demasiado estricta de lo enseñado por Miyazaki y la ausencia todavía de un estilo propio en sus obras. Pero si sus tres trabajos son un indicativo de algo, es de que Yonebayashi es ese relevo generacional que durante tanto tiempo buscó Ghibli, y que está, en potencial, a la altura de su predecesor. Y en particular, Arrietty y el mundo de los diminutos ya es un techo plenamente comparable a los grandes clásicos de Miyazaki, al que, confío, el paso del tiempo y el calado emocional colectivo lograrán consolidar finalmente en el puesto que merece.