Hipnosis (Ernst De Geer)

Imitando mal

Las dos Palmas de Oro —sobre todo la última— con las que el Festival de Cannes ha regado el ego de Ruben Östlund en los últimos años han propiciado que unos cuantos directores hayan decidido construir sus obras desde la certeza de que la aproximación ética y estética a las cintas del sueco les asegura, ya de por sí y de forma aislada, un distintivo que confirma su calidad. Priman en estos meses comedias en las que el realizador se sitúa por encima de sus personajes para observarles con superioridad y reírse de ellos después, claro está, de haberlos humillado durante un buen número de secuencias; todo ello filmado con grandes —y aleatorios— planos generales que, o bien buscan transmitir una frialdad escénica que luego no se ve prolongada, o bien, encuadrándoles desde fuera de la estancia en la que se encuentran, sugieren que la mirada que los observa es eminentemente entomológica. Estos rasgos de estilo pueden hallarse en determinados momentos de Hipnosis, el debut en el largometraje de Ernst De Geer, que fue premiado por partida triple en el Festival de Karlovy Vary.

Los dos primeros planos ya anuncian uno de los temas sobre los que va a orbitar la película: las dinámicas tóxicas de dominación que ejercen de cimientos de la relación de los protagonistas, unos emprendedores ostentosos y clasistas que van a presentar la ‹app› que han diseñado a un concurso de ‹pitching›. Vera aparece delante de una pared roja ensayando el monólogo con el que pretenden iniciar la presentación; André está delante de un fondo blanco y, pese a la precisión milimétrica con la que su socia y pareja ha recitado su discurso, le pone pegas infundadas, hiriendo poco a poco su seguridad y confianza. Los colores ya auguran la mecánica de violencia, escondida bajo la pulcritud de una sonrisa impostada, con la que el personaje interpretado por Herbert Nordrum —premio a Mejor interpretación en el festival arriba mencionado— va a coaccionar, oprimir y dañar al de Asta Kamma August.

La primera media hora de metraje está dedicada a rastrear los pequeños gestos, puntas de un iceberg casi inabarcable, que denotan el sufrimiento que arde detrás del silencio de la protagonista, siempre subordinada a los deseos de los demás —novio, madre—. El realizador diseña una puesta en escena muy medida, pero con tendencia al subrayado, a través de la cual aísla la mirada, la boca, las manos o la parte del cuerpo con la que el personaje, de forma sutil, casi imperceptible desde un plano general, muestra la incomodidad y desasosiego que le produce la represión a la que la someten. El espacio en el que sucede la acción, los demás actores y los elementos restantes que pueblan la imagen terminan condenados a un desenfoque total que es, también, metáfora de la soledad con la que combate Vera.

El problema es que a medida que el metraje va avanzando, la puesta en escena se va desdibujando, sus fallos se pierden, pero sus aciertos también; y la reflexión sobre la opresión y el machismo en el ámbito de la pareja se ve sustituida por un intento, por parte de De Geer, de dinamitar las convenciones sociales para observar qué sucede cuando un elemento incontrolable irrumpe en el centro de una velada burguesa. Si bien es cierto que este cambio de estilo beneficia al retrato que la cinta hace de André, cuyo verdadero rostro —trepa, hipócrita, manipulador, machista y dispuesto a hacer cualquier cosa para alcanzar el éxito— queda expuesto de forma traslúcida, Vera termina convertida en una desagradable bromista que nada busca salvo molestar a todos aquellos que la rodean. La sombra de Haneke —ídolo de Östlund— sobrevuela las imágenes, pero en lo que su cine era una incomodidad casi insoportable con la que se buscaba dejar al descubierto los egoísmos, mentiras, corrupciones e insensibilidades de una burguesía podrida, aquí es un recurrente y cansino gag cuyo propósito nunca llega a quedar claro. Es decir, Hipnosis tiene exactamente los mismos vicios que El triángulo de la tristeza: la brocha gorda y la necesidad de epatar con chistes no muy bien hilados echan por tierra el aparato discursivo que tan bien había sido planteado al inicio.

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