Cuando hablamos de cine nórdico nuestras ansias de devorar séptimo arte suelen centrarse en películas originarias de Suecia, Dinamarca, Noruega y —gracias a la aportación de un genio como Aki Kaurismäki— Finlandia. Pero nos solemos olvidar del cine islandés. Algo, por lo demás, totalmente lógico debido al hecho de la escasa producción cinematográfica originaria de la isla de hielo. Islandia es el país minimalista por excelencia. Con apenas trescientos mil habitantes y amplias zonas incompatibles con la existencia humana, este pequeño y silencioso territorio también es una geografía que ha cincelado diminutas-grandes joyas en el terreno cinematográfico que poco a poco van despojándose de su timidez brotando su extraño y peculiar arte para deleite de los amantes de ese cine divergente y alejado de los convencionalismos aceptados. Así, nombres como los de Hrafn Gunnlaugsson, Baltasar Kormákur (cineasta que lleva un tiempo desarrollando su carrera en tierras estadounidenses) o Fridrik Thor Fridriksson forman parte por méritos propios de ese círculo de autores a seguir por parte de los aficionados al cine más inquietos y cinéfagos.
De las obras que he podido degustar procedentes de este enigmático enclave sin duda me proclamo fan de las criaturas diseñadas por ese estrafalario y ecléctico genio llamado Fridrik Thor Fridriksson. Y es que Fridriksson aparece como el mejor director de la historia de Islandia gracias a una trayectoria marcada por una honestidad escalofriante que derrama ese cosmos inherente de esos creadores sellados con una grafía propia distanciada pues de la línea corriente que separa la popularidad del ostracismo. En este sentido, en el cine de Fridriksson escasean los espacios grises. Puesto que amarás su cine o lo odiarás profundamente. Todo es blanco o negro. Y ello se debe a un lirismo desacorde con la narrativa clásica que impregna con una poesía derrotista y deprimente una atmósfera típicamente islandesa donde las auroras boreales y los cielos despejados de todo síntoma de contaminación y progreso campan a sus anchas entre ciudadanos bosquejados con cierto halo primitivo. Siendo esto un perfecto punto de partida para dibujar historias donde se entremezclan brutalidad con razón, vida campestre con urbanismo, alegría con depresión… esto es, un perfecto escenario para derretir las huellas que delimitan la condición humana.
Quizás la película más popular de Fridriksson sea Hijos de la naturaleza. Ello es debido a que la cinta obtuvo un relativo éxito de crítica y público en los festivales internacionales de cine a los que acudió, pero sobre todo porque obtuvo una más que merecida nominación al Oscar a la mejor película extranjera en la gala celebrada en 1991. La película no ganó tan preciado galardón. Ello hubiera supuesto una enorme sorpresa. Porque Hijos de la naturaleza mantiene intacto, aún pasados casi 25 años desde su estreno, ese talante de cine espiritual y trascendente con el que suelen estar tocadas las obras destinadas a la inmortalidad a largo plazo, así como al fracaso a corto.
Uno de los puntos sin duda más fascinantes de esta maravillosa obra de arte es su ropaje exótico. Así la cinta arranca mostrando sus credenciales desde el primer segundo de metraje gracias a una portentosa escena campestre donde observaremos a un grupo de pastores ovejeros cantando una triste melodía islandesa mientras dirigen un rebaño con destino al remolque de un camión. Fridriksson dibuja esta escena de arranque con un doliente halo crepuscular. Se nota que estamos presenciando el fin de una etapa. El fin de esa economía doméstica basada en la agricultura y la ganadería. El fin de la coexistencia pacífica del hombre con su entorno natural. La derrota de la dignidad primitiva frente al voraz progreso mercantilista. El fin de la canción que entonan esos hombres curtidos por el frío y el hielo que desconocen que les deparará un futuro mecanizado y tecnológico. El fin de los Hijos de la Naturaleza para dar paso a los hijos de la inhumanidad.
A continuación Fridriksson cambia radicalmente de escenario. Así, los cielos despejados de los campos islandeses darán paso al rojo sangre de la oscuridad de la habitación que alberga a uno de esos pastores que abrieron la historia. Se trata del viejo Thorgier. Un anciano triste y solitario que habita esos escarpados latifundios exentos de torres de alta tensión y de desalmados bloques de apartamentos construidos a base de sudor y granito. Thorgier se halla encerrado en un reducido habitáculo quemando viejas fotos familiares mientras observa al horizonte con la mirada perdida, helando de este modo el corazón del espectador. Fridriksson continúa moldeando su poema crepuscular. Puesto que asistimos a los últimos momentos de Thorgier vividos en su ambiente. El ambiente de la villa campestre donde nació y vivió junto a su añorada esposa recientemente fallecida. Esas fotos en blanco y negro devoradas por el fuego de la chimenea de Thorgier emergen como un símbolo. Y es que Fridriksson compone con unas simples escenas el final de una era. El fin de la familia tradicional. No hay marcha atrás. Thorgier decidirá romper con su pasado, eliminando cualquier vínculo con la convivencia primitiva. Ello le llevará a cargar su escopeta para ejecutar a su perro. Un fiel compañero que se dejará aniquilar sin ladrar sus penas a su viejo amigo, asumiendo pues su cruel destino.
En estos primeros compases del film, Fridriksson se apoyará en una narrativa más próxima al cine mudo dejando que los silencios acompañados de una música de tonalidad mística acompañen los pasos del viejo Thorgier mientras camina por las despajadas montañas de la comarca, se lava la cabeza o ejecuta las pequeñas cosas que todos llevamos a cabo de manera innata en nuestro día a día. En este sentido estos primeros minutos de la cinta evocarán directamente al cine ambiental cuasi religioso del maestro Ermanno Olmi.
Y tras todo fin… llegará el comienzo de una nueva etapa. Así, Thorgier echará mano de su maleta para subirse al autobús que separa la civilización del mundo arcaico y ancestral. Arrancará así la nueva vida del viejo pastor en la atmósfera de progreso y vanguardia que ofrece la gran ciudad. De este modo Thorgier arribará al apartamento de su hija, para convivir sus últimos días junto a su retoña, así como con su simpático yerno y su nieta. Pero los planes del anciano no seguirán el rumbo que había trazado. Puesto que su familia de Reykjavik se mostrará distante con las costumbres embrutecidas de aquel que no ha sido pulido con el dintel del refinamiento amanerado. Por consiguiente la llegada de Thorgier será mal vista por sus prósperos y civilizados familiares que tomarán la civilizada decisión de enviar a ese estorbo rural lejos de su hogar con dirección a un avanzado y aseado asilo.
Instalado en este moderno Monte Narayama, Thorgier compartirá habitación con un simpático compañero con querencia a mirar por debajo de las faldas de las auxiliares y a las aventuras amorosas con otras internas. Un viejo que parece asumir su abandono con el fin de ayudar a unos vástagos cuyo trabajo les impide dedicarle el cien por cien de su tiempo —abandono que descubriremos más adelante es real ya que en realidad se trata de un viejecito sin familia conocida que tapa su soledad inventando una familia e historias totalmente inexistentes—. Pero un punto romperá la tranquilidad de Thorgier: el encuentro en el asilo con su antiguo amor de adolescencia Stella, una mujer bella y rebelde que se halla planeando su huida del hospicio con el fin de vivir sus últimos días en el pueblo que la vio nacer. Un lugar emblemático e inhóspito que ha sufrido el abandono de sus antiguos habitantes hacia zonas menos incompatibles con la existencia humana.
De este modo, con la complicidad de Thorgier, la pareja de antiguos amantes experimentarán una última aventura en el ocaso de su existencia huyendo del asilo e iniciando así un viaje espiritual a través de las eremitas carreteras de la Islandia profunda con destino a ese paraíso perdido que representa el pueblo abandonado del amanecer de sus días.
A partir de este punto, Fridriksson bosquejó su obra como una especie de road movie utópica y sensitiva que narrará las diferentes vicisitudes que tendrán que superar la pareja de ancianos evadidos de la civilización para encontrar la tan ansiada paz retornando a sus orígenes. En este trayecto, Thorgier y Stella se toparán con toda una galería de personajes que revelarán el carácter estoico, templado y enérgico de una Islandia que perdió la partida que jugó frente al progreso procedente de esa Europa capitalista que envenenó con sus cantos de sirena de florecimiento y prosperidad el verdadero carácter de una sociedad incapaz de reconocerse a sí misma.
Y es que Hijos de la naturaleza es toda una experiencia que traspasa los límites estrictamente cinematográficos. Puesto que Fridriksson hiló muy fino para edificar una obra profundamente poética que hace descansar su prosa en esa mitología trascendental nórdica provocando pues intensas reflexiones en el espectador. Así, como he comentado en párrafos precedentes, la película podría ser calificada como un balada alrededor de la pérdida. Sí, porque la épica de la elegía es sin duda el principal motor que hace carburar la trama cincelada por el maestro islandés. La pérdida de la inocencia. La pérdida de la familia. La pérdida de la dignidad… La pérdida de la propia vida convertida en muerte ecuménica. Porque el film cierra su trayectoria con una de esas escenas de metalenguaje cinematográfico absolutamente fascinantes. Una escena de enorme potencia emocional y sentimental que queda grabada a fuego en el alma. Una escena compuesta gracias a la inestimable colaboración de un Bruno Ganz que hará acto de presencia en uno de esos cameos que marcan un antes y un después en la historia del cine. Un cielo sobre Reikiavik filmado por un Fridriksson que unió con un simple golpe de cámara su obra con la portentosa El cielo sobre Berlín de Win Wenders. Una escena adornada con una música arrebatadora y una composición de escenarios que evoca un universo onírico ofuscado por la indignidad de un hombre culto y avanzado que abandona a su suerte a sus mayores. Una perfecta representación del fin de una época para una Islandia que estuvo a punto de morir a su suerte por la crisis financiera sufrida a finales de 2010. Unos barros que procedieron de estos lodos fotografiados con una elegancia trascendental supina por un Fridriksson reconvertido en un John Ford moderno que urdió un bello poema acerca de la épica derivada de la pérdida de identidad y humanismo. Sin duda Hijos de la naturaleza se revela como una de las mayores joyas del cine nórdico de los noventa… y de todos los tiempos.
Todo modo de amor al cine.