El debut de Jesús Monllaó Plana supone otra irregular aunque sugestiva aproximación al recurrente tema de los niños ‘diabólicos’, esas películas protagonizadas por jóvenes inquietantes atraídos por el lado oscuro. Los ejemplos son numerosos: desde el terror sobrenatural puro de La profecía al asfixiante estudio psicológico de El otro. Hijo de Caín (adaptación de la novela Querido Caín, de Ignacio García-Valiño) se encuentra en un punto intermedio entre el gancho comercial de El buen hijo y la intriga psicológica —teñida de todo tipo de ambigüedades— de El hijo del mal, sin dejar de poseer por ello una personalidad propia. Con la primera comparte cierta facilidad para embaucar al espectador en los tejemanejes perversos que se trae entre manos su protagonista; con la segunda, una elaborada estructura narrativa que se organiza en pantalla con la inteligencia y la frialdad con la que tejería una araña la tela en la que dará muerte a su futura víctima. Es, también, en esta construcción dramática donde se evidencian los principales problemas de la película.
Hay una escena, prácticamente al principio del film, que sintetiza un poco esto que decimos. En ella el director, partiendo de un rastro de sangre, organiza un suspense que resulta un tanto ingenuo en la medida en que el espectador ya sabe cuál es el origen de la sangre y a qué víctima pertenece. Es decir, el espectador puede adelantarse con facilidad a unos acontecimientos que Monllaó intenta cubrir bajo el manto del suspense, con más o menos fortuna. De ahí que el impacto de la película se resienta de las facilidades que guionistas y director ponen a nuestra disposición a la hora de desarticular la retorcida trama que constituye la película. O, por decirlo más claramente, no resulta demasiado complicado predecir los vericuetos que tomará la narración si se ha estado un poco atento a los detalles o si se tiene un bagaje amplio en cintas de un perfil similar.
Salvando esta cuestión de guión (importante, no nos engañemos), Hijo de Caín se exhibe en pantalla con elegancia y poderío. Para ser un trabajo primerizo, posee una factura técnica de gran solidez y su dirección transmite fuerza y seguridad, eludiendo tentaciones efectistas propias de telefilms de sobremesa. Asimismo, lo malsano de su argumento nunca deja de mostrarse con un magnetismo discretamente turbio, sin entrar de lleno nunca ni en el terror ni en un sadismo exhibicionista o ramplón. En este sentido, se percibe la moderación con la que Monllaó ha sabido manejar los resortes más netamente oscuros del relato, intentando encontrar ese punto medio de ambigüedad en el que el joven protagonista (un muy convincente David Solans) pudiera ser contemplado al mismo tiempo como un verdugo y como una víctima, aunque en última instancia su verdadera naturaleza quede a la vista mucho antes de lo aconsejado.
Por otra parte, la cinta (construida como una partida de ajedrez con el espectador, haciendo del mismo ajedrez parte fundamental de la trama) se permite algún desliz extraño, o al menos algún apunte narrativo que invita más a la incredulidad que a otra cosa, como la escenificación de una academia secreta de ajedrez (¡regentada por el gran Jack Taylor!) en la que niños de todas las edades se vuelcan en el estudio de este milenario juego mediante técnicas casi zen, con ejercicios de trance mental, equilibrismo, etc. En fin, una cosa muy rara que a este espectador le hizo pensar en los Niños Perdidos de Peter Pan.
Por lo demás, Hijo de Caín es una digna, absorbente y perversa película, de la que sólo cabe lamentar lo previsible de su enrevesada trama y lo cerca que está de convertir su intrigante material de base (que es, en el fondo, pura carne de ‹best seller›) en otra banal película de niños diabólicos, cuyo perfil comercial se pretende enmascarar bajo un cuidado acabado estético y narrativo. Lo importante es que, pese a las debilidades antes citadas (el guión, además de previsible y algo tramposo, puede ser en el fondo un poco bobo o directamente inverosímil), la cinta posee la heladora belleza de los mejores y más refinados ejercicios de crueldad, belleza cuyo elocuente plano final resalta con mucha astucia.