Héctor Paralluelo se ha confirmado en No todo es vigilia como el ojo de las historias mínimas, aquel realizador que no tiene ningún problema en enfrentarse con el drama de lo cotidiano, las criaturas que luchan por vivir, y no sólo eso, sino por hacerlo lo mejor posible. Igual que en su último documental, estrenado esta semana, no tiene miedo en mirar de frente a la vejez, en su primer trabajo ya demostró su interés por lo humano por encima de lo artístico en Yatasto.
Su opera prima puede recordar de algún modo a The Selfish Giant, con el añadido de encontrarnos ante una obra profundamente realista y no de ficción. El cine documental siempre se debate entre ese equilibrio entre la carga de veracidad que puede tener una realidad captada entre cámaras y unas historias y unos personajes que no han necesitado salir de la mente de nadie. En el debut de Paralluelo, estos personajes eran los niños de Villa Urquiza, un barrio pobre de la ciudad de Córdoba, que ejercen de chatarreros y viven, o mejor dicho, sobreviven de los deshechos que colectan.
El director los muestra, pero no los valora. No se cae en demagogias baratas ni estereotipos oxidados, no se nos vende un mensaje, sino que se nos invita a valorar las imagenes construidas. Todo es como un agradable paseo relajado, agradable relativamente dentro de ese micromundo de pocos recursos y muchos sentmientos. Paralluelo muestra a los niños tal y como son en sus labores, si es que se les puede llamar así, y como son también en sus casas. Pero especialmente, sin esas estridencias que parecen tan propias a veces del cine de lo real, es capaz de mostrarnos los vínculos que tienen como si estuvieran marcados con una gruesa línea cada uno.
Vínculos con sus familias, vínculos entre ellos, y, especialmente, los vínculos que se establecen entre los niños y los caballos que tiran de los carros que usan para recolectar y con los propios carruajes. Sus posesiones. Son vínculos algo controvertidos, porque cuando uno no tiene apenas nada, se aferra a los pocos fragmentos que consigue encontrar para no perderlos también, y eso a veces lleva a tensiones del día a día.
Los cartoneros, que a veces son usados como tópico al otro lado del charco, sirven aquí como excusa para demostrar otra idea completamente distinta: que hay nobleza en todas partes, que la dignidad es un derecho humano, inherente a cualquier persona, sea cual sea su labor o su categoría social. Encontramos esa nobleza y esa dignidad en todas las secuencias por las que van pasando los protagonistas de la cinta, y, además, en todas las imagenes que ofrece el director en este trabajo, pues, pese a tratarse de un barrio pobre y un oficio descastado, Paralluelo sabe dignificarlo y mostrar la belleza que hay en toda la situación. Esa misma idea es la que subyace en su segundo trabajo, que la dignidad no entiende tampoco de edades.
No escatima en recursos técnicos el cineasta cordobés, ni en utilizar todos sus conocimientos de lenguaje cinematografico, algo que también pasará en No todo es vigilia. Para no caer en maniqueísmos ni demagogias, y obviar algunas cosas que llevarían a la valoración subjetiva de lo que se está contando en el film, el director se sirve de todas las estrategias visuales que puede para que el espectador valore la historia desde todos los puntos de vista posibles.
Así las cosas, podríamos decir que Pallaruelo es el director por la dignidad, el que no deja que las convenciones sociales del mundo competitivo en el que estamos inmersos guíen qué, cuándo y dónde acaban la nobleza del individuo. Es el que mira íntimamente más allá de lo que se ve, y es capaz de trasladar ese otro punto de vista a la pantalla con historias cotidianas a las que no se daría gran importancia sino, pero que no por usuales son menos impactantes.