Volviendo sobre los pasos de Ari Aster antes de su debut con esta Hereditary, la resonancia acerca de temáticas como la perversión del núcleo familiar en torno a una disfuncionalidad que pervive oculta, y se resguarda bajo un extraño manto de secretismo —algo que ya anticipa Annie, la madre de familia, hablando acerca de su madre en los primeros compases del film—, o la muerte como forma de expeler el rito y afrontar sus consecuencias, señala ya unas inquietudes que se vinculan específicamente con un terreno donde la tenue mixtura entre lo dramático y un horror soterrado que va emergiendo de forma paulatina, se antoja clave en la gradación de un relato donde la conjugación de esos elementos no se explicita tanto como modo de formular vías adyacentes al cine de género, sino más bien como tratamiento acerca de materias relacionadas directamente con el terror latente propuesto por Aster como la muerte, el duelo e incluso la culpabilidad en una acepción que es tan psicológica como terrenal.
El nexo que parece establecerse de raíz con ese citado componente psicológico implícito en Hereditary, no deja de ser una respuesta con la que afrontar la colisión desatada en el seno familiar de los Graham; el cineasta decide, sin embargo, no armar en torno a esa vía un film que sabe fagocitar su naturaleza más terrorífica para dar pie al marco donde el drama compone, con acierto, su primer tramo. La parcela madurada a través de tal contexto, evita no obstante cualquier confrontación que corrompa un carácter necesario para concebir la disposición de un conflicto que, a ratos, termina deviniendo en estallidos de furia; Aster prefiere matizar la progresión y final irrupción de ese horror que en todo momento sustenta mediante secuencias aisladas, pero no lo emplea como detonante, siendo espejo más de los temores e inquietudes de los personajes que conviven bajo ese techo que otra cosa.
Es en esa decisión donde el autor de The Strange Thing About the Johnsons —cortometraje prácticamente germinal de la cinta que nos ocupa en no pocos aspectos— decide sostener la mayoría del tiempo la personificación de esa culpa que sobrevuela personajes como el de Peter, huyendo de una confrontación directa —sólo presente en una escena en concreto—, y dotando así de mayor sentido ese modo de despersonalizarla en que incurre durante un último acto donde Aster decide revelar finalmente un retrato que, como era de imaginar, va mucho más lejos de la representación de unos fantasmas que terminan concretándose de forma ritual. Y es que en una maniobra inteligente, el cineasta subvierte, más que códigos, la propia esencia del relato, y acude precisamente a esas formas rituales para invocar aquello que no es sino un medio para exorcizar los males personales.
Aquello que en su guión es otra manera de evocar un horror pretérito —donde la figura de Polanski emerge ante lo que no deja de ser la reformulación de una de sus obras capitales—, desnuda sin embargo en ocasiones las carencias de un libreto que, lejos de forzar con descaro (y algo de torpeza) ciertas situaciones —como la de Charlie y Peter—, aunque intente justificarlas con el tiempo, no encuentra el equilibrio necesario entre un terror más abstracto y la interpretación de una crónica que termina por incidir en subrayados no siempre necesarios, desmantelando por momentos su cuerpo. Pese a ello, Hereditary sabe consolidar desde lo narrativo las imperfecciones de una historia que incluso termina por prolongar un final donde Aster parece preso del inexorable peso de la misma.
Si bien parece inevitable hablar acerca de los defectos de Hereditary —por otro lado lógicos, tratándose de una ópera prima—, también merece la pena señalar el rotundo trabajo que ejecuta Ari Aster tras las cámaras: la creación de atmósferas que se levantan tan pronto como se diluyen —a voluntad propia, eso sí—, el empleo de un sonido que acrecienta de manera incontestable algunos de sus puntos álgidos o la poderosa puesta en escena sostenida a través de los (en ocasiones) sinuosos movimientos de cámara, dotan de una sensación de inquietud y desconcierto al conjunto que prácticamente se reafirma en su despliegue formal. Un despliegue tan capaz de sostener instantes de potente crescendo dramático, como de reforzar interpretaciones ya de por sí portentosas como las de Toni Collette o Alex Wolff. Hereditary funciona así tanto de revocadora de patrones establecidos, como de imponente carta de presentación de un autor que, a poco que logre desbocarse —tal como esos cineastas a los que parece aludir en ocasiones—, bien puede otorgar una de esas joyas tan preciadas que el cine de género nos regala de tanto en tanto.
Larga vida a la nueva carne.