Sí, hay que reconocerlo. Hellions es ante todo una película fallida. Y lo es básicamente porque en su ya reducido metraje es incapaz de mantener el pulso de una tensión sostenida, porque su desarrollo está cerca del chicle masticado durante más de lo necesario, porque en definitiva se gusta demasiado en su intención de ser un cine más de sensaciones que de terror a la vieja usanza.
Sin embargo no se puede acusar a Bruce McDonald, creador del artilugio, de no saber que se trae entre manos. O mejor dicho, como quiere transmitir, contar esta historia de terrores demoniacos. Por qué no cabe duda que Hellions parte de esa premisa juguetona de película ‹halloweenera›. De film para pasar por la tele dicha noche y verla en un sofá con manta, palomitas y buena compañía. Y como acto de autoafirmación de este aspecto no se duda en parametrizarla con una ambientación digna de Carpenter. Con esas calles suburbiales, chica sola yendo a casa y una presencia inclasificable, ominosa, invisible pero palpable en el ambiente.
Una premisa que se construye así en un primer acto que parece indicar hacia donde nos dirigimos pero que el director se encarga de desmentir en un segundo acto, posiblemente el mejor de la película, donde la transición de cine de psychokillers a la locura e insania atmosférica se fundamenta en dos aspectos claves, el sonido y el color.
De lo que se trata aquí es de mostrar una bajada a los infiernos, a una persecución a manos de niños endemoniados con máscaras que sirven de enlace con el primer tramo del film, cierto, pero cuya presencia acaba siendo más malrollera que brutalmente salvajemente (aunque algo de eso, de gore, también hay). El film adopta tonos surreales, con el sepia como color bandera y con el sonido como generador de sensaciones opresoras. Todo destinado a crear una aire pesadillesco, de irrealidad en la que se no haga dudar en que plano está sucediendo la trama.
Y sí, es en este tramo donde los aciertos son mayores, y donde el terror consigue su mayor cuota de efectividad, pero también es aquí donde el exceso del recurso acaba produciendo un efecto contrario al deseado: que todo queda claro, demasiado explícito en qué lugar nos encontramos. Falta alternancia en las gamas cromáticas y la unidireccionalidad del trauma. Al final, a base de no moverse de un solo lugar, de un mismo espacio, queda demasiado claro por donde van a ir los tiros.
Como compensación a todo ello McDonald tira de bizarrismo, estirando su propia concepción hacía un sostenella y no enmendalla estilístico que acaba por dotar al metraje de un aire extrañamente, e inequívocamente accidental, arty. Efectivamente Hellions acaba por parecerse más a A Field in England de Ben Wheatley que al Carpenter prometido. Algo no necesariamente incongruente si hay intencionalidad, pero que en este caso muestra una clara pérdida de control y sentido sobre el material trabajado.
Es por ello que este tercer acto, que debería ser definitorio en cuanto a resultados, clausura y consecución de objetivos, actúa más bien como bola de demolición, dejando el edificio fílmico a medio derruir, mostrando todas las vigas, todas las carencias de su estructura. Una película pues que acaba resultando más grotesca que atmosférica, más intencionada que resultona.