La década de los 70 fue el punto final para uno de los movimientos más importantes del cine latinoamericano, el ‹Cinema novo›, y es que su herencia puede divisarse incluso en el trabajo de cineastas como Bruno Barretto (Pixote, la ley del más débil) o Walter Salles (Tierra extranjera). Sin embargo, dejar atrás un cine en el que compromiso y forma iban de la mano para retratar la realidad social de un país sólo era cuestión de tiempo, un tiempo que lleva años fraguándose y removiendo las aguas de un cine brasileño que cada vez abre nuevos caminos. En ese camino encontramos precisamente a nuestro director de la semana, el pernambucano Heitor Dhalia que tras rodar Sin rastro (Gone) en Estados Unidos, volverá en 2013 con otro proyecto cimentado desde su Brasil natal. No obstante, en esta ocasión nos alejamos casi una década para hablar sobre su ópera prima en el terreno del largometraje, que no es otra que Nina, una rara avis que circula entre el thriller psicológico más terrenal, un drama social que a ratos se muestra contundente y pinceladas de algo que en ocasiones parece acercarse también a un atípico terror psicológico.
Tras un off sobre el que se empiezan a desvelar las posibilidades de Nina queda construido un discurso que fragmentará definitivamente el film. Esa fragmentación se produce a raíz de unos contrastes que ya se desarrollan desde una primera escena en la que el plano real y el ilusorio se enfrentan para exponer por un lado y en color, su aflicción diaria, por otro y en blanco y negro, sus lóbregas visiones, y por último a través de una recrudecida —por la falta de color, también— animación, lo que parece ser su única válvula de escape. Ese contraste se traslada inmediatamente a un plano real que en esta ocasión ya lo ocupa todo, y que nos lleva desde un bar con cierto aspecto moderno no sólo por lo que vemos, sino por las dos clientas que lo frecuentan y el diálogo entre ambas —una de ellas, Nina, de explícita camiseta—, a una casa de apariencia clásica que parece rezumar naftalina por cada uno de sus rincones. Es precisamente en esa casa donde se define el tercer y definitivo contraste que nos lleva sin tapujos a las vísceras de Nina: el encuentro entre la protagonista que da nombre al film y su arrendataria no podría ser más claro y conciso tanto en intenciones como en direccionalidad de un discurso que, lejos de diluirse, se acrecentará.
Aferrado a ese discurso es donde encontramos precisamente una historia que a medida que va adquiriendo más matices podría remitirnos con facilidad a ese desasosegante terror psicológico con que Polanski acometió Repulsión; los visos de un personaje que parece ser arrojado a un espiral de perturbación sin salida, y al que los destellos de algo que no terminamos si fue real o ficticio, pasado o futuro (aunque alguna imagen consonante encontremos), turban constantemente, no podrían más que indicar un camino similar al que tomó Deneuve en la ya citada Repulsión; nada más lejos de la realidad, Dhalia prefiere ser más conservador en aspectos tanto argumentales como formales y en ningún momento olvida las subtramas que envuelven a su protagonista, no liberándose definitivamente a la vertiente más psicológica de un film que quizá no marra tanto en ese aspecto por no volver sobre los pasos de lo ya contado, pero al que con toda seguridad le hubiese venido bien una pizca de osadía para completar un retrato que a ratos sorprende.
También hace bien el cineasta brasileño escudándose en una realidad que por momentos es casi más inquietante que los recovecos de la propia mente de Nina, ofreciéndole incluso un parapeto en una de esas aficiones que forma parte de su propia fantasía, pero bajo el que parece esconderse para disimular una existencia con más tormento del que parece a simple vista. Es, pues, a través del dibujo como Nina exhorta sus males ahogándolos en un papel donde quedan retratados tanto temores como ansiedad de la propia muchacha.
No obstante, y pese a esa realidad cuyos trazos se van definiendo en una especie de microclima social, Dhalia no reprime sus impulsos de contar una historia en la que ese ambiente trastornado incluso se traslada a algunos de los secundarios que, además de dar fe del irreductible espíritu que puede llegar a ser Nina —esa particular estancia en casa del ciego—, componen un singular mosaico en el que uno termina por no distinguir entre realidad y ficción —la aparición de ese inquilino y su enajenada marcha—. El complemento perfecto a todo ello es la interpretación de Myriam Muniz como Eulália, que pone en cada palabra y cada gesto la dosis idónea de mala baba para que los encuentros con Nina no sólo resulten un suplicio para ella, sino también para un espectador que deberá lidiar con todo si quiere verse inmerso en este pequeño universo donde ni las visiones pesadillescas parecen lo peor ante lo que uno se podría encontrar.
Larga vida a la nueva carne.