Casi una década después de cerrar la trilogía de miniseries Heimat (1984, 1992 y 2004 fueron sus respectivos años de emisión) acerca de la historia alemana del pasado Siglo XX, su realizador Edgar Reitz se encargó de dirigir a los 81 años de edad una precuela de aquellas tres. Bajo el título Heimat – La otra tierra (Die Andere Heimat – Chronik einer sehnsucht en el original alemán), la acción se sitúa esta vez a mediados del Siglo XIX en la ficticia localidad germana de Schabbach, donde los vestigios de la aristocracia todavía siguen a buen recaudo mientras el pueblo llano anhela más derechos y libertades, al estilo de lo que medio siglo antes habían pretendido lograr sus vecinos franceses. Aquella Alemania distaba bastante de la que el mundo conocería en etapas posteriores o mismamente la que podemos vislumbrar hoy en día, convertida de facto en jefa de Europa. Por aquel entonces, las tierras germanas no era el destino primordial de los inmigrantes, más bien al contrario: muchos de sus ciudadanos deseaban emigrar a otro lugar, visto que en su propio país iban a carecer de las oportunidades necesarias para gozar de un próspero futuro.
Pero, por encima de eso, Heimat – La otra tierra es el retrato de una época en sí misma. De unos tiempos en los que los trabajadores del campo vivían bajo el yugo de un puñado de aristócratas, de una era en la que los campesinos tenían que trabajar de sol a sol y requerían de toda la ayuda posible en su trabajo, hasta tal punto que tener un hijo más literato que forzudo no era muy del gusto del cabeza de familia. Eso es lo que le ocurre a Jakob Simon, cuyo sueño de emigrar a las tierras del Brasil parece inalcanzable, tanto como el corazón de la bella Jettchen, con quien no para de compartir sus descubrimientos en lenguas indígenas. Él será la viva imagen de las ilusiones rotas de un tiempo en el que cada día se convertía casi en una prueba de fuego para seguir subsistiendo y donde palpar un libro en vez de un martillo era un inequívoco signo de debilidad.
Los primeros minutos ya son seña indicativa de por dónde quiere encaminar Reitz su último trabajo. La fotografía en blanco y negro propicia un clima narrativo pausado pero muy lírico, con planos que no dudan en buscar la máxima belleza posible. Pese a ello, es posible que la primera media hora sea la más áspera de la película, sobre todo en lo que se refiere a la introducción de los personajes. Cuando la trama va tornándose cada vez más dramática, el montaje comienza a acelerarse y ese ritmo pausado da paso a una mayor cadencia tanto a nivel argumental como técnico, siendo el ejemplo perfecto la escena de la fiesta. A partir de ahí, Heimat – La otra tierra se constituye como una obra en la que casi todo tiene su sentido, consiguiendo que, pese a los 225 minutos de duración, la cinta apenas sufra altibajos en su desarrollo.
Reitz deleita con jugosos movimientos de cámara y algunos planos que quitan el hipo. El uso de la luz es francamente notable, así como el recurso de abandonar el blanco y negro para resaltar ciertos objetos, como las brasas de una herradura o el verde de una falda. Toda esta belleza visual no es en absoluto gratuita, sino que resulta imprescindible para entender el valor general de la obra. Queda complementada a la perfección por un registro sonoro que no deslumbra pero que refuerza el poder magnético de las imágenes.
Para cualquiera que no le suponga un obstáculo las cuatro horas de duración (con un pequeño descanso como intermedio) o el ritmo pausado y contemplativo que demuestra en su parte inicial, Heimat – La otra tierra resultará de obligada visión. Aunque pueda sonar grandilocuente decirlo, lo cierto es que la cinta de Edgar Reitz es una de las mejores películas europeas de la actual década, obra cumbre de un director ya más que veterano en edad pero que con este trabajo demuestra ser joven de espíritu. Su estreno en España viene al pelo, además, para comprender en toda su magnitud el panorama migratorio actual en relación con el pasado. Hoy en día, el sueño de Jakob permanece igual de vivo.