Dos amigos adolescentes de una pequeña localidad de Islandia, donde la vida parece pasar sin apenas perturbaciones, empiezan a experimentar serios cambios hormonales. Pero existen ciertas diferencias acerca de esta evolución entre el bajito Thor, víctima de las burlas que algunas chicas hacen sobre él, y su apuesto camarada Christian. No ven con los mismos ojos al sexo opuesto, ni aparentan un interés similar en descubrir más cosas sobre las chicas. De hecho, Christian parece más interesado en consolidar la amistad con Thor que en ceder ante los persuasivos intentos de seducción por parte de la pelirroja que no cesa de fijarse en él.
El cine islandés vuelve a dejarnos una reflexión sobre el carácter de sus gentes en Heartstone, corazones de piedra (Hjartasteinn). En este caso es Guðmundur Arnar Guðmundsson quien firma este largometraje acerca de la amistad de dos chavales con tanto tiempo libre como ganas de aprovecharlo. La ópera prima del realizador nórdico va más allá de la típica película de adolescentes en fase de despertar sexual y, combinada con una hábil química entre la pareja protagonista, deviene en un relato muy en la línea de lo que el cine de ese país nos ha dejado en los últimos tiempos, pero con un toque personal que la hace interesante de ver.
Heartstone no evita la confrontación de sus personajes con el entorno que les rodea, así como entre ellos mismos. Esto, que se nota ya en las primeras secuencias de film, es el paso inicial necesario para definirse como una película que pretende guardar en todo momento la conexión con la realidad. Guðmundsson evita aromatizar una etapa tan clave en la vida del ser humano como es la adolescencia, en la que los silencios son tan importantes como los berrinches y donde las relaciones familiares juegan un papel clave a la hora de precisar cómo el adolescente se va a relacionar con el resto de la sociedad. Esto se nota con claridad en los protagonistas, que poseen nexos familiares un tanto derruidos (especialmente en el caso de Christian), lo que a su vez provoca que tomen ciertas vías de actuación en cosas tan simples como dirigirse a una chica o defenderse de los malotes del lugar.
Aunque es algo que parece instalado en la filmografía islandesa en general, merece la pena volver a comentar cómo los realizadores de ese país funden el entorno natural de la nórdica isla con el conjunto de los personajes que vemos en pantalla. Guðmundsson no hace una excepción en Heartstone, hasta el punto de que para uno es difícil imaginar que esta obra, pese a tratar aspectos universales (primermundistas al menos), pudiera tener lugar en otro escenario.
En esa línea, eventualmente Heartstone pasa a convertirse en una película donde importa más lo que no se dice explícitamente que los diálogos en sí. Esta cuestión no solo queda resuelta al fijarse en la pareja protagonista, sino también en las dos adolescentes con las que parecen destinados a unirse. Guðmundsson dirige su cámara hacia los cuatro jóvenes, cuyos rostros y cuerpos (mención especial a las manos, que muchas veces dicen bastante más de lo que aparentan) bastan y sobran para que nos trasladen aquello que no quieren o no saben comunicar oralmente.
Semejante apuesta por el lenguaje no verbal hace que Heartstone no sea una obra que se pueda definir con sencillez a través de la palabra y, por tanto, tampoco es fácil adivinar hasta la recta final del film si esa iniciativa da sus frutos en algo mayor que lo que se ve en pantalla. En este caso, y de forma similar a lo que sucedía con la Sparrows de Rúnarsson, el trabajo de Guðmundsson en Heartstone está bien cohesionado de principio a fin y, aunque no deja el poso que probablemente pretendía su director atendiendo a su estructura audiovisual, resulta más que suficiente como para seguir satisfecho con la calidad de la filmografía que proviene de aquel lejano país.